La antorcha de Héctor

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Cuando un libro sabe que debo leerlo me busca hasta encontrarme
Nuestra ciudad está cambiando. Corremos el peligro de ya no conocerla, o de que no nos reconozca ya. Nadie recordará seguramente, por ejemplo, que alguna vez se representó aquí "La antorcha escondida".
He olvidado ya de qué diablos trataba "La Antorcha Escondida", formidable drama de D'Annunzio. Sé que era una obra de apocalipsis con visiones de muerte y amores retorcidos. Una frase del diálogo se me grabó indeleblemente. Al hablar del abandono en que se hallaba un jardín alguien decía: "La estatua de la duquesa Loretela caído se ha". No decía: "Se ha caído". Decía: "Caído se ha".
Entre mis libros había uno pequeñito, azul, editado en Argentina. Es "La Antorcha Escondida", de D'Annunzio. No sé dónde quedó. Me gustaría hallarlo para leer otra vez aquella tragedia decadente llena de imágenes oscuras. Quién sabe qué me diría ahora la obra. A lo mejor ya nada. Pero no voy a buscar el libro: prefiero que sean los libros los que me hallen a mí. Cuando un libro sabe que debo leerlo me busca hasta encontrarme.
Los libros que no he leído saben que nada tienen para mí, y no se ponen en mi camino. Cada vez que compro un libro siento un secreto vínculo que me une a él, y casi escucho que me dice: "Te esperaba. ¿Por qué tardaste tanto?". Cada libro que tengo es una historia de amor que se cumplió.
Pero eso es cosa aparte. Lo que quiero es decir que Héctor González Morales merece el bien de la ciudad. No fue Héctor el primero que hizo teatro en Saltillo, ciertamente. Otros hubo antes que sintieron el misterioso hechizo de ese ritual eterno, viejo, mucho más viejo que la misa, y nuevo, mucho más nuevo que la misa. Pero Héctor revivió algo que aquí estaba ya muerto. No fue actor -seguramente jamás pisó la escena-, pero tenía ese talento del director de teatro que lo abarca todo: el ritmo, el decorado, la composición; y sacaba de cada actor y cada actriz, como de un instrumento musical, los matices y modulaciones de cada personaje.
Las ciudades no deben olvidar. Entre los hombres el que olvida se condena a no ser nunca recordado. Lo mismo sucede con las ciudades: si una no sabe recordar pierde raíces y se expone a perderse con el viento. Quien recuerda se parece un poquitito a Ulises, que se ató al mástil de su navío para no caer en la seducción de las sirenas. Malas sirenas son las que nos piden olvidar el pasado, que creen nostalgia cursi. De olvido a soledad solo hay un paso. Pero aquel que recuerda hace nudos para atarse a la vida, y así no se le lleva el aire.
Nuestra ciudad está cambiando. Corremos el peligro de ya no conocerla, o de que no nos reconozca ya. Debemos entonces ayudarle a recordar, como a una abuela olvidadiza, las cosas de su vida.
-¿Te acuerdas de Héctor González Morales? Sí; acuérdate. Era aquel joven alto, de temprana calvicie y raras elegancias en el vestir y el aromarse; de voz sedosa y fina sensibilidad. En un ambiente hostil, con todo en contra, escribió poesía e hizo teatro, empresas ambas peregrinas en una ciudad que nada más tenía una empresa. ¿Me preguntas qué se hizo Héctor?
No sé. Lo busqué en México, y una grabadora me dijo que no existe el número telefónico que marqué. Pero que no se nos olvide: Héctor hizo algo bueno por Saltillo. Le dio comida al alma de la ciudad, obra que vale tanto como alimentarle el cuerpo. Entonces apunta el nombre: Héctor González Morales. Poeta, hombre de teatro. Así nomás. Es suficiente.