A medios chiles

Opinión
/ 28 agosto 2022

No cabe duda que, en las tradiciones populares, lo importante no es saber qué significan o de dónde provienen, sino celebrarlas por todo lo alto y prologar el anticlímax tanto como sea posible, de preferencia al paroxismo. En honor a ello, hice mi entrada al taller –punto de reunión de la palomilla del barrio por antonomasia- con bombo y platillo, ergo, bajo el grito de batalla que me ha caracterizado a lo largo de mi trayectoria como beodo cuando arribo a cualquier lugar donde coincida con la comunidad de marras, el niño tiene sed. Al superar las cinco décadas de edad se conserva poco de infante, en mi caso nada, salvo la estatura que apenas rebasa los ciento cincuenta centímetros y el gusto por mamar líquido reiteradamente durante el día. Esta última costumbre es una virtud producto de la constancia, ya que no abandoné el oficio ni envejeciendo mal. Leche materna, agua, refresco y, por supuesto, toda clase de licores en cualesquier acepción.

No encuentro la razón por la que el vox pópuli acusa de enfermedad al alcoholismo y vaya si he hecho sesudas pesquisas al respecto. Los practicantes del santo oficio de calumniar desconocen lo delicioso e intrépido que es empinar el codo sin medir las consecuencias ni cargar con el deber de mirar el reloj y, sobre todo, la cartera. Por eso trabajo a destajo cual burro de carga, para mamarme cada que se me viene en gana.

Tener mal vino está socialmente menos preciado, tanto por la inminente cruda como por las funestas consecuencias que acarrea un vicio de estas características. Por ello, acúsome de conducir un tren de parrandas veloz y manirroto, a pesar de llevar un nivel de vida por demás modesto. Digo esto con apuro porque más de una vez intenté dejarlo, pero no lo logré, y como la sabiduría popular es amplia y basta, en mi defensa tengo que argumentar que al que nace pa’ tamal del cielo le caen las chelas.

Ni en una letanía caben la cantidad de delitos que me cometí bajo los influjos del alcohol, los más meritorios tras el volante. Entre ellos conducir con luces prohibidas -cuyo resplandor es capaz de cegar a los conductores avenidos- y, por supuesto, a toda velocidad al fin que pa’ eso compré “el mueble”, para dejarle caer la chancla bien y bonito.

Si bien la reincidencia me ha vuelto un doctor en faltas administrativas con énfasis en desfachatez de tratar de tú al juez del fuero común, las aseguradoras han contribuido de sobra al otorgarme patente de corso para andar a mis anchas por la calle. Como prueba de fe, tengo un compadre que en su chamba de transportar personal se ha echado a tres peatones, pero ningún problema con ello: a las pocas horas está libre y doblando turno en su nave, que más bien parece la barca de Caronte. En estos lares pasa poco ante la ausencia de placas y ni se diga de licencia para conducir, el sindiós de la vialidad.

Así que entre las empresas de seguros y mi compadre el juez de barandilla, con quien me conocía de apodo después de haber coincido en dos o tres fiestas de coperacha, desarrollé un innato talento para las relaciones públicas que siempre se ha contrapuesto con una particular debilidad en materia económica y política de actualidad. Ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que voté o quien es el mandamás del país. Total, cacique tras cacique, siempre es el año de Hidalgo. Sin embargo, esta decadencia académica me hizo tocar fondo cuando me balconearon en todos los periódicos y noticieros de la localidad. En mi defensa, señor magistrado lector, debo decir que la dipsomanía me convierte en un oligofrénico muy a menudo. Para muestra la siguiente peripecia.

-Oficial, ya que me paraste, dime ¿Cómo supiste que vengo “hasta la madre”?

-Te marqué el alto porque la camioneta no trae luces traseras, pero ya que confesaste, vente para la patrulla.

-Mira, si me dejas ir, te doy doscientos mil pesos. Cien mil para ti y el resto para tu compañero, no le digo pareja porque yo no me meto en eso.

Los felinos ojos del policía delataron que lo había corroído la avaricia al escuchar la suculenta cantidad de dinero que el delictuoso oferente ponía a su merced. Pecado capital en la capital del pecado.

-Deja de hacerte el chistoso y dame el dinero para que te largues pa’ tu casa.

Fue entonces cuando saqué un billete de doscientos pesos de mi roída cartera y lo ofrecí como la prebenda de quien compra a un judas barato. Ahí supe que mi problema fue quedarme en los “viejos pesos”, me pasó factura el tiempo de un mundo novísimo y globalizado, aunque quien sabe que sea eso. Por supuesto, yo no.

-¿Cenaste payaso? Jálale para la patrulla. Pareja, digo compadre, háblele a los periódicos, aquí tenemos un bufón para la corte de primera instancia.

Tercera llamada, el show había comenzado.

Al día siguiente fui la comidilla de la prensa marrullera, amarillista y oficial. No me le escapé a nadie, toditos se mofaban de mí por instrucción superior, me tildaron de cómico de pacotilla y enemigo de la moral y las buenas costumbres. Algunas primeras planas editaron mi fotografía con una nariz roja redonda como chile bola y una colorida peluca afro, si vieran que también tengo la desfachatez de calzar grande. Por eso fue que cuando me quisieron entrevistar les dije “vaya usted a burlarse de su jefa” y no por faltarle al respeto.

Unos miles de pesos me costó volver a la calle, prestados por supuesto, y lo primero era curar la resaca. En la cruda me sales debiendo decía Antonio Aguilar, uno de mis santos laicos. A ponerme a medios chiles y a manejar rayando llanta porque vida sólo hay una, pero si no se pone en riesgo, no sabe, no queda salerosa.

En este valle, a la libertad le pasa como al agua: es tan asequible que pasa por malbaratada. Su naturaleza económica se antepone al deber ser y obedece a un orden ficticio, es decir, a una “no realidad” donde es fácil de comprar y sencilla de conseguir por el costo político inmerso. No cabe duda que los subsidios con los que los gobernantes mantienen pasivos a sus votantes cautivos devienen en una ciudadanía pródiga, berrinchuda y proclive a los excesos que ponen en riesgo la vida.

Así es como cambiamos votos por botes.

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