La medición sistemática de los fenómenos sociales −como cualquier otra medición sistemática− es una actividad que debe realizarse con un propósito definido y a partir de una estrategia concreta. No hacerlo así equivaldría a destinar recursos a un despropósito.
El señalamiento anterior parecería una “verdad de Perogrullo” y, por tanto, innecesario de formular, pues nada aportan a una explicación los señalamientos obvios. Sin embargo, la precisión resulta indispensable porque de otra forma no sería posible apreciar las omisiones que ocurren a nuestro alrededor a propósito del “monitoreo” de variables cuyo comportamiento indeseable no generan reacción alguna.
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En efecto, como se ha señalado a propósito de múltiples estudios y mediciones que se realizan de forma permanente, pareciera ser que las autoridades encargadas de utilizar dichas mediciones como insumo han olvidado las razones por las cuales se monitorean ciertos fenómenos.
Y uno de esos casos se encuentra retratado en el reporte que publicamos en esta edición, relativo a la prevalencia de conductas que debieran provocar reacciones concretas por parte de las autoridades de todos los órdenes de gobierno: el consumo generalizado de alcohol y drogas.
En específico nos referimos al señalamiento, realizado por alrededor de la mitad de los coahuilenses, en el sentido de observar el consumo de alcohol y drogas en las calles de sus ciudades, según recoge la más reciente edición de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad, publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
Se trata de una encuesta, desde luego y ello implica que no estamos ante una medición puntual, sino frente a una percepción. Pero no hace falta que se trate de una medición específica para que de los datos arrojados por la Encuesta se concluya la necesidad de reaccionar.
Más aún: la razón por la cual los datos se levantan de esa forma es porque se considera útil contar, además de con mediciones específicas y estadística obtenida por otros medios, con lecturas “a nivel de calle” derivadas de lo que las personas percibimos a nuestro alrededor.
Así pues, si más o menos uno de cada dos coahuilenses encuestados considera que en las calles de su ciudad se están consumiendo drogas y alcohol, eso es un indicador que necesariamente debe disparar una reacción.
A menos, claro, que las autoridades responsables de monitorear el fenómeno nos digan que se trata de un comportamiento “normal” o “esperado” y, por tanto, no existe razón alguna para alarmarse.
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Un detalle adicional es necesario tomar en cuenta a propósito de la estadística señalada: las cifras son muy similares a las que esta misma Encuesta arrojó el año pasado, lo cual indica que nada se ha hecho −o al menos nada eficaz− para hacer frente al fenómeno.
Cabría esperar que los datos señalados no sean considerados un simple hecho anecdótico más, sino que provoquen una respuesta concreta por parte de quienes deben expresarla.