Cabellos de una ninfa del Nilo
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Federico Jordán un hombre con el que no es posible sostener una conversación lineal. El tiempo, esa ilusión que nos es natural con el uso del reloj, en él se convierte en diversos hilos de los que puede jalar, alternadamente, uno tras otro. Así, habla del color del pelo de su novia y que todavía recuerda, salta su mente y habla de la importancia del celibato para las entidades que quieren ser o son deidades.
Las relaciones significativas que le interesan ahora y que sostiene, son exclusivamente con su arte y con su perro. Hay en su trato trastabilleo, salen en tropel palabras o carcajadas estruendosas.
Federico Jordán piensa en colores. Brotan de sus labios referencias filosóficas contrastadas con la importancia tipográfica de anuncios. Sus manos fuertes solo se detienen cuando se incrustan en la tierra a donde también va su cuerpo tendido y su voz; podría decirse que corteja cada centímetro de ella cuando en voz baja repite palabras y números mientras traza con maderos, con cuchillos o con sus propios dedos.
Avidez y desesperación es algo que para mí, lo describe en su proceso creativo. Su estudio es un lugar donde los objetos tienen funciones adicionales a las originales. Hay una obra de arte monumental que antes era un letrero publicitario horizontal e inmenso, y ahora se observa el lado blanco limpio de propaganda que recibió sus trazos primitivos y espontáneos en color negro. Allí cuelga como cortina plástica magnífica que divide el espacio íntimo de la cocina, del estudio que recibe también el viento.
En alguna ocasión lo acompañé a recoger diferentes tipos de maderos de lugares de deshechos urbanos. Hacer una cita para verle es algo complicado; olvida fechas, adelanta horas o las atrasa, seguro de haber entendido otra cosa. Cuando le invito a desayunar pregunta si puede llevar algo; es generoso, nunca se presenta con las manos vacías, es un gesto que valoro. A veces le pido que lleve un pan, a veces le digo que nada en absoluto pero siempre se presenta con algo. En esta ocasión le pedí leche de coco sin azúcar pues insistiría hasta que le dijera qué específicamente y entonces exclamó: “¿dónde se compra eso? Es como si me pidieras ‘ve y tráeme cabellos de una ninfa del Nilo o que te lleve girasoles gigantes de África para el desayuno’”. Esas frases dan cuenta en dónde se encuentra su mente. Cada cosa es un señuelo para soñar despierto.
Ilustrador reputado dentro y fuera de México, Federico Jordán se ha ganado su lugar en la historia del arte coahuilense y de nuestro país. Rara ave en una nación que en términos generales, disfruta más del realismo.
Y como cada quien tiene llena la cabeza y el corazón de su mundo interior, el naranjo que hay en el jardín de mi casa es una referencia que lo lleva hacia la editorial más antigua del mundo, Elsevier, la cual todavía está vigente. Y de pronto brinca a otra conversación: “Aldus Manutius. Tuve un libro de prensa aldina fundada por Aldus Manutius en 1494. Él tuvo su hijo Paulus; murió cuando su hijo era bebé, su colofón está representado por un ancla y un delfín y dice festina lente, o sea rápido y lento. Pero al hijo los tíos le quitaron la imprenta y cuando obtuvo la mayoría de edad se metió en una campaña legal para obtener la imprenta y ganó, así volvió a la cúspide. Allí inventaron las letras aldinas, llamadas así por la imprenta. Pero la competencia no podía llamar aldinas a las letras cuando empezaron a reproducirlas porque se pedían mucho, así que les llamaron itálicas porque Venecia es de Italia”. Esas letras que son magníficas, las diseñó Francesco Griffo, el tipógrafo de Aldine press, quien también era grabador.
Luego me habla de un libro de esos incunables raros escritos en varios idiomas, el Hypnerotomachia Poliphili publicado también por Aldus Manutius, que escribiera Francesco Colonna y que vio la luz en 1499.
Su mente se olvida nombres de personas pero no de pigmentos ni de autores. Federico Jordán posee un carácter estético poderoso y su postura de creación me recuerda el manifiesto dadaista, especialmente en el siguiente fragmento con el que cerraré esta columna: “la obra de arte no debe ser la belleza en sí misma porque la belleza ha muerto; ni alegre; ni alegre ni triste, ni clara ni oscura, no debe divertir ni maltratar a las personas individuales sirviéndoles pastiches de santas aureolas o los sudores de una carrera en arco a través de las atmósferas. Una obra de arte nunca es bella por decreto, objetivamente y para todos. Por ello, la crítica es inútil, no existe más que subjetivamente, sin el mínimo carácter de generalidad. ¿Hay quien crea haber encontrado la base psíquica común a toda la humanidad?”.