‘Como Dios manda’
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Francisco de Goya, el famoso pintor español del siglo XVIII y XIX, creó una obra titulada “El Afilador”, que representa a un experimentado afilador en plena faena quien, con su pecho descubierto y las mangas remangadas, levanta la pierna derecha para hacer girar la muela y así cuidadosamente afilar un utensilio. Goya era conocido por su habilidad para capturar la vida cotidiana y los aspectos más humanos de la sociedad y esta pintura no es la excepción.
Durante siglos, innumerables artistas han captado a personas desarrollando sus oficios en calles. Hoy estas estampas del antaño cotidiano apenas existen, debido a que la modernidad y la infame cultura de “úsese y tírese” las han sepultado llevándolas al olvido.
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ENCUENTRO
Lo anterior viene a colación, debido a que me encontraba absorto tratando de descifrar el significado de un escrito cuando de pronto una musiquilla persistente, cíclica y muy sabrosa, que iba de graves a agudos y viceversa, y que al irse amplificando reclamó mi atención.
Esta melodía provocó que se encendieran mis recuerdos arribando a mi mente la imagen del afilador de cuchillos que, con su característica melodía, de tiempo en tiempo solía recorrer las calles de mi barrio cuando yo era niño.
Recuerdo bien que cuando el afilador ponía manos a la obra, al afilar un cuchillo, navaja o tijeras, el metal rozaba con la piedra y comenzaban a danzar chispas que parecían lluvia de estrellas, lo cual a todos los niños nos seducía mágicamente, a tal grado que era sencillamente imposible dejar de mirar ese inocente espectáculo.
Aún recuerdo que el afilador primero pasaba la herramienta a componer por una piedra gruesa y luego por otra fina que le daba el acabado, obteniendo así un filo perfecto que la deja como nueva.
VIEJO OFICIO
No aguanté la tentación y salí a la calle, mi asombro fue aún mayor cuando constaté que el afilador era un hombre joven, aseado y bien dispuesto, el que gustosamente cargaba con todas las herramientas que implica el quehacer de su oficio, me pareció algo surrealista observar “un viejo oficio en las manos de un hombre joven”.
Al verme dibujó en su cara una ancha sonrisa al tiempo que me preguntó: ¿Tiene cuchillos, tijeras o navajas que manden ser aguzadas? Esto provocó en mí una inusitada curiosidad. Entonces, me apresuré a traerle unos cuchillos para que los afilara mientras tanto, justificadamente, podría platicar con él e intentar aprender algo acerca de su oficio.
ESTUCHE MÁGICO
El joven abrió una caja de regular tamaño -similar a las usadas para guardar las herramientas- de la cual desplegó una especie de plataforma para poner sobre ella, con sumo cuidado, todos los cuchillos que ya merecían ser afilados.
Entonces constaté algo de llamar la atención: dentro de ese estuche cada cosa estaba en su lugar, todos los utensilios de trabajo se encontraban limpios y listos para usarse, daba la impresión de que deliberadamente habían sido seleccionados y perfectamente ordenados según el uso y el turno en que serían puestos en uso.
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La organización de su quehacer también era digna de aplaudir, pues todo el proceso lo tenía estandarizado: tomaba cada cuchillo de la misma manera, siempre con respeto; pacientemente los limpiaba con instrumentos y productos que metódicamente tomaba y dejaba en su cajón; luego, uno a uno, lentamente los pasaba, con extraordinaria destreza, por la piedra que al mismo tiempo hacía girar con movimientos rítmicos, muy bien calculados, lo que provocaba que se desgajaran, de la fricción, chispas ardientes, como si fueran fuegos artificiales.
DOMINIO
No había la menor duda que Juan -que era su nombre- tenía conocimiento y pleno dominio de ese trabajo: a simple vista se apreciaba que sus manos eran competentes y la manera en que reparaba cada cuchillo hablaba de una incuestionable disciplina que se traducía en una impecable calidad.
Lo que más me llamó la atención fue el celo y la actitud entusiasta con que hacía su trabajo, pues más que una labor mecánica parecía que intentaba alargar la vida de mis cuchillos, verdaderamente se dedicaba y esmeraba por regalarles una segunda época de uso llena de brillo, resistencia, pero sobre todo de incuestionable filo.
INGENIO
De la amena charla descubrí que Juan había terminado una carrera técnica, pero al no encontrar trabajo, en lugar de quejarse y consumirse en el desánimo, decidió emprender este oficio, el cual desde niño había aprendido de su padre.
Me comentó que tenía una amplia clientela que le permitía obtener los recursos necesarios para sostener a su esposa y a sus dos pequeños hijos.
Descubrí en Juan a un emprendedor porque en lugar de esperarse a encontrar trabajo él había creado su propia fuente de ingresos, pensando además la manera de hacerlo crecer.
EJEMPLAR
Les confieso que no aprendí mucho del oficio, pero sí de la persona, de ese “artesano del filo” y del sentido del trabajo.
Juan -enfrente de mí y sin pedírselo-, creó y recreó, una y otra vez, las sagradas leyes del trabajo que la vida puso en sus manos, me recordó que hay labores que aparentemente son humildes pero que son muy meritorias y me hizo palpar la magia que emana del amor al oficio y lo extraordinario que para los clientes significa ser atendido por esta clase de personas.
ALEGRÍAS
Juan, en unos cuantos minutos, me recordó que muchas de las alegrías de la vida son las que se avienen del trabajo que desempeñamos. Y me hizo pensar que hoy, por buscar exclusivamente el dinero, las personas no sabemos valorar lo que la buena práctica de nuestro oficio gratuitamente nos concede, y entonces malgastemos montones y montones de los mejores momentos que el trabajo nos brinda.
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Su sonriente cara asentó que eso que laboralmente hacemos cotidianamente, se puede forjar bien o mal, con o sin calidad, con aprecio o desprecio. Que toda labor se puede hacer con alegría o a regañadientes y que ese modo de darle vida al oficio siempre dependerá del oficiante.
Comprendí esa enseñanza que los romanos legaron a la posteridad: “No hay trabajos indignos, sólo actitudes indignas”, sentencia que clarifica las causas por las cuales muchas empresas aún no han podido concretar, frente al cliente –en el momento de la verdad- sus “programas” de calidad, ni alcanzar sus metas de productividad.
Esta máxima debería estar presente en estos tiempos en que innumerables personas tratan a sus clientes con indolencia, indiferencia y hastío.
Juan, mediante su chamba -humilde y silenciosamente- proclama una lección: la prosperidad también se descubre cuando se emprende un trabajo que haga a la persona sentirse gozosa. Juan es un oficiante que ha sabido transformar un viejo oficio en una forma de vida.
LECCIÓN
Qué gran lección regala Juan con su caja mágica y la aptitud de sus manos. Testimonio útil en estos tiempos, en los que los medios abundan, pero los propósitos escasean, por ello, los que tenemos la fortuna de trabajar, demos un significado responsable y honesto a nuestros esfuerzos, dirigiéndolos hacia objetivos que reflejen de mejor manera nuestro carácter y talentos personales.
Este joven me regaló una inesperada esperanza: aun cuando hay miles de personas que no hacen bien sus labores y que culpablemente burlan y ultrajan las sagradas leyes del trabajo, también existen millones de personas que anónimamente se afanan con la calidad y que son ellos, esencialmente, los responsables de que nuestra patria siga de pie, a pesar del fango en el cual hemos encauzado a México.
Juan, el afilador, a todos convoca a amar el trabajo, exhorta a laborar con dedicación y excelencia; en fin, nos invita a que apreciemos, respetemos y practiquemos, mediante el oficio que la vida nos ha regalado, las leyes sagradas del trabajo; es decir, que hagamos nuestra chamba “como Dios manda”.
Mientras existan artesanos como Juan, continuarán abriéndose surcos para que en México vuelva a florecer la vida, la esperanza y la ansiada tranquilidad.
cgutierrez@tec.mx
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