Como llegué al departamento de Wislawa Szymborska.
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Tercera de cuatro entregas
Suelo despertar a eso de las seis de la mañana. Una notificación me llevó a un correo. Allí estaban los boletos que la Universidad de Varsovia había enviado. En un cerrar y abrir de ojos volví a conversar con la comunidad de creadores e investigadores que conocí en la Ciudad de México.
Al arribar, bastó un instante desde el cielo para vislumbrar los distintos tonos de verde que decoran el territorio polonés en Varsovia, ciudad que se reconstruyó a sí misma luego del embate de Hitler en la segunda guerra mundial. Piedra sobre piedra se fue colocando de nuevo ella misma, ayudada con manos de hombres y mujeres que iban pincelando colores y formas, recuperando edificaciones antiguas. Colocaron belleza allí donde había estado el horror.
Al avanzar entre calles perfumadas de árboles, me envuelve un río de cabelleras tan pálidas, de ojos color de estanque. Más adelante, entre los tatuajes que distintos idiomas hacen al viento, el Sol incrustado en una plaza yace a los pies de la escultura de Mikołaj Kopernik (Nicolás Copérnico), quien sostiene una esfera armilar para ver la posición de los cuerpos celestes. Más planetas metálicos en el piso, exoplanetas y satélites brillan con la tarde.
Todavía desde allí, enmarcando al Palacio Staszic, sede de la Academia de Ciencias de Polonia, Copérnico nos recuerda el hecho incontrovertible de que la Tierra no es el centro del universo y que además gira alrededor del Sol, un pronunciamiento que le valió la desaprobación de la Iglesia Católica a través de un decreto publicado en 1616 que condenaba el libro titulado Revoluciones de las esferas celestes, en donde Copérnico dio a conocer la teoría astronómica heliocéntrica.
Más adelante, justo enfrente, el corazón de Fryderyk Chopin en un frasco con alcohol yace en una de las columnas de la iglesia de la Santa Cruz. Y avanzando por la ciudad, mirando al río Vístula, está otra escultura de bronce, la de Maria Skłodowska-Curie, física y química polaca, la única persona que recibió el Premio Nobel en dos ocasiones.
Además de las actividades académicas para las que fui requerida, había un viaje preparado por el director del Centro de Humanidades Ambientales, Pawel Piszczatowski. Fue una sorpresa prodigiosa. Iríamos por tren a Cracovia a conocer el departamento de Wislawa Szymborska. Ya no serían sus versos traducidos o sus fotografías y videos, los únicos referentes. Conocería ese espacio que Wislawa habitó durante largo tiempo.
El día convenido Pawel llegó al hotel que me reservó la universidad, hotel que por cierto, queda justo enfrente del Museo de Fryderyk Chopin. Me dijo que en Cracovia nos esperaría Alexandra Bednarowska, quien trabaja como profesora investigadora en la Universidad de la Comisión Nacional de Educación de Cracovia. Ola, como cariñosamente le llaman, es también colaboradora de proyectos con este grupo de creadores e investigadores.
Durante el trayecto, vertiginosas imágenes ingresaban por los ventanales del tren: hombres sin camisa hundiendo azadones, largas formaciones de pinos, hilos de agua o caudales robustos. Verde sobre verde y apenas la tierra oscura.
Llegamos a Cracovia. Ola nos recibió con una amplia sonrisa y un abrazo. Avanzamos entre edificaciones que son museos por sí mismas. La Basílica Santa María es una presencia multicolor que deslumbra; hay en ella un azul en lo alto que dialoga con la hoja de oro.
Avanzamos a media tarde entre jardines con trozos de bosque. Hayas, hiedras y arces, un castillo y la escultura de un dragón de cuyas fauces salen flamas ardientes.
Aquí, en esta ciudad, Wislawa caminaba entre el bullicio como una más, buscando ser anónima.
El vocablo Polonia proviene del polaco Polska, procedente del latín medieval Polane o Polanie. La traducción de esta palabra refiere a los “habitantes de las llanuras o de los campos”.
Encuesta Vanguardia
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