Cosas de ayer
Una pareja de esposos decidieron estudiar francés. Era el Saltillo de aquellos años, los cincuenta del pasado siglo. Fueron aquellos esposos con la maestra Lila Mazatán de Gallegos, dama estimabilísima que se dedicaba a la enseñanza de esa hermosa lengua, y le pidieron que fuera su maestra.
El primer consejo que de doña Lila recibieron los esposos una vez que adquirieron los elementos básicos del idioma de Molière fue que en su casa no hablaran español, de modo que practicaran lo más posible su segunda lengua. Y sucedió que un día llegó el marido del trabajo, y después de saludar muy cumplidamente a su señora, en francés, claro, le hizo una pregunta que ella no pudo traducir. Le dijo algo cuya grafía en francés habría sido más o menos esta:
-Que est-ce que l’a sai?
Ella se exprimió la sesera tratando de descifrar tal interrogación a fin de responderla. Pensó que su marido habría aprendido un nuevo modismo galo que ella desconocía, alguna expresión del habla popular. No pudo dar con la traducción de aquella oscura frase. Le pidió a su marido que repitiera la pregunta, y él la volvió a decir. Tampoco esta vez acertó la señora a hacer la traducción. Se dio finalmente por vencida.
-¿Qué es lo que dices? -le preguntó en español.
Con impaciencia le respondió el esposo, hablando también en perfecto español.
-¿Qué esquelas hay? Te estoy preguntando qué esquelas hay.
Quienes no vivieron aquellos tiempos tan pasados no podrán entender este relato, pues no sabrán qué significa la palabra “esquela”. Y qué bueno, pues las tales esquelas no eran cosa muy grata que digamos. Eran pliegos luctuosos contenidos en un sobre igualmente de aspecto funerario, por medio de los cuales se daba a conocer la muerte de alguien, y se anunciaba el lugar, día y hora de su entierro, con indicación de la iglesia donde se oficiaría la misa de difuntos. Era uso de entonces repartir tales esquelas en forma personal, y recibir una sobresaltaba mucho.
-¿Quién se murió? −era lo primero que se pensaba, o se preguntaba en alta voz, cuando en la puerta se recibía uno de aquellos avisos de muerte. La gente solía guardar las esquelas, pues se consideraba una falta de respeto a los difuntos romperlas y echarlas a la basura. Se iban llenando los roperos con las cajas de cartón donde las esquelas se guardaban, y al paso de los años acababa por no haber sitio para la ropa en los roperos, convertidos en esqueleros, si cabe la expresión.
Ya no nos llega a la puerta aquel sobresalto de las esquelas mortuorias. Ahora el estremecimiento deriva de recibir el estado de cuenta de las tarjetas de crédito, o los cobros del gas, el agua, el teléfono y la luz. Por el periódico nos enteramos de la muerte de alguien o por las condolencias que se publican para dar el pésame a los familiares de los desaparecidos.
¡Cuántas cosas han desaparecido! La bolsa de agua caliente, el espantoso frasco de aceite de ricino, la sibilante vara de membrillo para varear la lana de almohadas y colchones o el nalgatorio del hijo desobediente, las garrochas para quitar las telarañas en los altos rincones de la casa, los chiquiadores para el dolor de cabeza, las sensuales medias nailon con raya en medio y sus correspondientes −y más sensuales aún− ligueros (sustituidos medias y liguero por las asépticas y anodinas pantimedias, eficaces matapasiones), los chales con que iban a misa las mujeres... Todo eso ya desapareció. Y esto que estás leyendo desaparecerá también, y de su autor no quedará ni siquiera el recuerdo que dejaban las esquelas.