Antes de ganar lo suficiente con sus novelas para vivir de ellas, el escritor italiano Erri De Luca se ganaba la vida como albañil. Pero quería viajar, y como su sueldo restringía sus posibilidades, se convirtió en un experto en camping.
Frecuentemente pienso en las ideas implícitas en su actitud. Uno, viajar nos cambia la vida para bien. Dos, hay muchas formas de hacerlo. Tres, no importa como lo hagamos, el viaje nos demandará esfuerzo y hará pasar incomodidades.
Hace treinta años (gulp) crucé el Canal de la Mancha de Francia a Inglaterra con el tren Eurostar, que por entonces tenía poco de haber sido inaugurado. Todo me pareció fantástico, por supuesto: la ingeniería, el tren, lo silencioso del viaje, la gente que me rodeaba (“¡Qué elegantes todos!”)
Pero había leído tantas historias de mochileros sobre cruzar el Canal de Calais a Dover en ferry, que sentí nostalgia anticipada porque nunca lo haría de esa manera. Entre el Eurotúnel y el abaratamiento de los aviones, imaginé que el ferry tenía los días contados. Pura ingenuidad. Hoy en día, el ferry mueve a tantas personas, automóviles, y toneladas de mercancías entre el continente y la isla, que Dover es uno de los puertos más importantes de Inglaterra.
Pues bien: la semana pasada me encontré con unos días libres, solo, con algo de dinero. Unas horas más tarde iba a Londres en autobús, un medio de transporte que está experimentado un renacimiento en Europa, entusiasmado porque cruzaríamos en ferry.
Y como todo esto suena muy romántico, conviene dar más datos.
El autobús había salido de Frankfurt y hecho escalas en Colonia y Aquisgrán antes de llegar a Maastricht con un retraso de media hora. Me subí a las ocho treinta de la noche. El chico que iba sentado junto a mí olía a alcohol pero afortunadamente se bajó en Lieja, la siguiente parada. En Bruselas una chica ocupó su lugar—y probablemente se horrorizó de llevar al lado a un tipo que podía ser su papá. Hicimos escala en Lille hacia la media noche, y llegamos a Calais a las dos de la mañana, pero tuvimos que esperar media hora porque la aduana estaba cerrada.
Como quizá ya se imagina a estas alturas, la infraestructura del puerto es gigantesca y laberíntica. Los choferes hicieron un par de trámites administrativos, y después nos llevaron a otra instalación, donde todos los pasajeros nos bajamos del autobús con nuestras maletas y pasaportes para pasar el típico control aduanal y de seguridad. Todos parecíamos zombies. Cuando por fin terminamos el proceso hora y media más tarde, subimos de nuevo al autobús, y después de varias vueltas en el laberinto, llegamos al gigantesco ferry, que ya estaba repleto de trailers y automóviles.
Por razones de seguridad los pasajeros no se pueden quedar en sus coches, así que bajamos a la cubierta. El ferry tiene restaurantes, cafeterías, bares, tiendas libres de impuestos, club para niños, y cubiertas panorámicas—pero eran las cuatro de la mañana. No sé que hizo el resto de los pasajeros, pero yo encontré una banca suficientemente grande para acostarme, y me quedé dormido la hora y media que nos llevó cruzar el Canal.
De vuelta en el autobús, nos llevó una hora llegar a las afueras de Londres, y de ahí, otra (fascinante) hora y media hasta la estación de autobuses Victoria, a tiro de piedra de un par de teatros y diez minutos del Palacio de Buckingham. Trece horas de viaje en total, con un retraso de una hora.
Me senté en un café hasta tener en claro donde estaba el cielo y donde el suelo, y a ver la ciudad en su hora punta — aunque en realidad, todo el día en Londres es hora punta.
Desde allí, tomé dos líneas de metro para llegar a mi hostal. Para mantener mis gastos lo más reducido posible, me hospedé en Hackney, un barrio en proceso de gentrificación que aún se siente rudo —está lleno de carteles del gobierno local que anuncian “¡Hackney Está Mejorando!”— en un hostal de cápsulas (pods). No había recepción: uno recibe por email una clave para abrir la puerta, y otra clave para abrir la cápsula. Es tan económico como dormir en un dormitorio compartido, pero tiene la ventaja de que en lugar de compartir habitación con nueve desconocidos que no tienes idea de a qué hora llegarán ni en qué estado, las cápsulas te dan privacidad. Pero definitivamente no son para claustrofóbicos, ni para gente a la que no le gusta compartir baños y duchas con desconocidos.
Le envié un par de fotografías a un amigo, que me contestó horrorizado: “¿No tienes dinero para pagar algo mejor?” Le respondí que probablemente, pero el dinero no es un recurso ilimitado. “Si me lo gasto en un hotel mejor, no puedo ir a obras de teatro ni a exhibiciones en museos.”
Las próximas semanas escribiré un par de columnas sobre lo que vi. Pero dado que la exhibición principal que vi fue sobre Vincent van Gogh en la National Gallery, necesito contarle primero sobre el Museo Van Gogh de Ámsterdam. Ese es mi tema de la semana que viene.
Posdata: Hablando de Erri de Luca, si tiene oportunidad, lea su preciosa novela “Tú, Mío.”