De limpios y tragones...
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Muy bien escribía don Guillermo Prieto, pero hablaba mejor. Excelentísimamente debe haber hablado, pues salvó la vida de don Benito Juárez al pronunciar aquella famosa arenga en que gritó a los soldados que apuntaban con sus fusiles al Benemérito: “¡Los valientes no asesinan!”.
Dos recuerdos dejó en Saltillo don Guillermo cuando estuvo aquí en 1864. El primero, que no se bañaba nunca. No se piense que era el único en tener semejante desapego al agua. Recuerdo a un señor llamado Juan, enemigo acérrimo del baño. Sostenía la tesis de que bañarse y suicidarse era casi la misma cosa. “La corteza guarda al palo” solía repetir. Cuando alguien le preguntaba con tono de reproche por qué no se bañaba nunca, respondía: “Porque más vale que digan: ‘Ahí va el puerco de Juan’, y no que digan: ‘Ahí va el cuerpo de Juan’”.
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Leamos este párrafo que escribió don Artemio de Valle Arizpe al hacer la semblanza de Guillermo Prieto:
“Era muy descuidado en sus ropas, mugriento, astroso. El pelo hirsuto, greñoso, que jamás se apaciguaba ni siquiera con las uñas, se lo cubría con un haldudo sombrero negro que tenía tanta tierra como un arrabal y más grasa que una tocinería. Las solapas de su luengo levitón eran como paleta de pintor, por las manchas; en el chaleco había reunido a fuerza de paciencia una completa colección de chorreaduras, y en la camisa lucía una variada serie de churretes y salpicaduras multicolores. Se abrigaba el cuello con una bufanda engrasada y con pringue, o poníase una corbata viejísima cuyas puntas sebosas le andaban aleteando por el pecho. Completaba su pergeño un pañuelo paliacate, colorado, grandote y muy mocoso, que por igual le servía para descargar las fosas nasales que para llevar fruta”.
A cambio de su falta de limpieza tenía don Guillermo cualidades que lo hacían ser muy apreciado. El otro recuerdo que en nuestra ciudad dejó el autor de la “Musa Popular” fue el de su amenísima conversación. Es don Guillermo Prieto uno de los grandes conversadores que ha habido en México, de fama semejante a la de don Victoriano Salado Álvarez, cuyas hijas lo llamaban “don Tertuliano” por su afición a concurrir a las tertulias, de todas las cuales era centro por lo sabroso de su charla.
Igual sucedía con don Guillermo Prieto. Aquí en Saltillo, en la tertulia del boticario Goríbar o en la mesa de Chona la de los Pilares, por el rumbo del Santuario, ante una taza de chocolate o un jarro de buen pulque, don Guillermo dejaba atónitos y suspensos a quienes oían sus historias de indios, de fantasmas, de grandes ladrones −pues también se hablaba de política−, de amores y amoríos.
De este último tema estaba hablando, seguramente, la vez que contó algo acerca de un cierto padre Villaseñor, quien al parecer tenía notable hablidad para hacer versos. Cierto día un imprudente jovenzuelo se jactó ante él de haber besado a una muchacha. Entonces el padre Villaseñor improvisó una ingeniosa décima para castigar la necia indiscreción del boquiflojo. Esa décima es una pequeña joya literaria, a más de una gran muestra de sabiduría, por eso la pongo aquí:
Dicha que es dicha no es dicha;
dicha si fuera callada.
¿No le bastó ser gozada,
sino ser gozada y dicha?
¡Oh qué notable desdicha
es la de los hombres sabios
que convierten en agravios
los favores, y es gran mengua
tenga desdichada lengua
quien tuvo dichosos labios!
Con notable memoria recitaba don Guillermo Prieto infinidad de versos; mil peregrinas cosas relataba. Su facundia de galano conversador dejó memoria en el Saltillo. Que borre ese mérito el escarnio de su ropa mugrienta y su cuerpo desaseado. Ninguna mancha tuvo su alma de buen republicano y de patriota ejemplar.