El antiguo tren Regiomontano / 2
Al Regiomontano le decían “el rápido”, porque iba por vía rápida y sólo paraba en San Luis Potosí. Lo cierto es que frecuentemente paraba en cuanta estación había en el camino y, misteriosamente, en medio de la nada. Abordarlo era como entrar a un mundo rodante muy ajeno al real. Salía de la CDMX a las seis de la tarde y a la mañana siguiente pasaba por Saltillo, desenganchaba el carro destinado a esta ciudad y continuaba hacia Monterrey. A las 8 de la noche debía estar de regreso, enganchar el carro y continuar el viaje para llegar a la capital del País entre las nueve y las diez de la mañana siguiente. Muchos pasajeros subían al carro estacionado en la vía para descansar en su camarín y al despertar en la mañana en la ventanilla aparecía el Cerro del Pueblo, señal de que el vagón continuaba en la estación.
El interior del Regiomontano era un efervescente centro de actividad política. Allí se agarraban o se perdían los “huesos” políticos. Los que andaban tras ellos sólo tenían que estar bien enterados de la lista de pasajeros y sentarse “casualmente” en el comedor unos minutos antes de que el gobernador, el secretario y hasta el presidente de la República llegaran a cenar. Los asuntos de interés estatal y nacional solían arreglarse en el bar, un lujoso y panorámico carro, el último del convoy y, alguna vez, hasta en una alcoba o un apretado camarín, sin mediar asuntos de fidelidad matrimonial o militancia política.
En una ocasión yo debía viajar a la Ciudad de México, y como el tren procedente de Monterrey tardaba en llegar, me subí al vagón de Saltillo con mis dos pequeños hijos. Ellos dormían y yo leía el “Confabulario”, de Juan José Arreola. Después de varias horas engancharon el carro y partimos. Durante la noche, el tren se detenía cada rato. Ya con luz de día vimos que delante de la máquina iba un armón y cada cierto tramo hacían señas al conductor, se detenía el tren y los garroteros bajaban a revisar y apretar las vías. La velocidad del tren no subía de 10 kilómetros y Mario González Rodríguez bajaba por la puerta de un lado del vagón con el tren en movimiento, corría en la misma dirección, cruzaba las vías frente a la máquina y regresando en sentido contrario subía por la puerta del otro lado. Yo imaginaba escenas del cuento “El Guardagujas” de Arreola, como aquella en que de pronto se terminaba el camino de acero y los pasajeros, abandonados a su suerte, fundaban un nuevo pueblo en el desierto. Cuando vi venir al conductor hacia nosotros, pensé que nos ordenaría bajarnos, desarmar el tren y cargar las piezas hasta llegar a nuestro destino, como sucedía en el cuento cuando las vías desaparecían al llegar a un despeñadero: los pasajeros desarmaban el tren, bajaban la hondonada cargando las piezas y subían el lado opuesto para armarlo nuevamente y continuaban el viaje. En un tren mexicano, el viaje tenía una salida conocida, no así su fin ni su destino. El conductor dijo que ya no había agua ni comida y que los viajeros podrían bajar en Huehuetoca, la próxima estación, y tomar un autobús a la CDMX que pasaba cada hora por la carretera cercana. Puras mentiras. La carretera estaba lejos y el último autobús ya había pasado. Nunca me he explicado porqué solamente bajamos el padre Humberto González, el mencionado Mario, Chepina Garza Leal y yo con mis dos hijos. Mario consiguió en el pueblo un viejo taxi que nos llevó a la estación de Buenavista, en la que mi hermano llevaba cerca de 20 horas esperando por nosotros, pues cada vez que preguntaba a qué hora llegaría el Regiomontano, le contestaban: “En media hora, señor”.
Aún y cuando no podía saberse con certeza la hora de llegada a su destino, el sistema ferroviario de pasajeros le dio a México, y a Saltillo en particular, la oportunidad de viajar cómodamente en coche dormitorio en un trayecto nocturno entre la CDMX y esta capital, y para sus asuntos, brindó a los políticos coahuilenses un escenario mágico tan bizarro y audaz, como la misma política mexicana.