El espacio discursivo-arquitectónico
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“...notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo”.
Jorge Luis Borges.
Las palabras o el lenguaje que utilizamos para comunicarnos es un recurso que damos por sentado. Es tan cotidiano, que es difícil pensar cómo haríamos para comunicarnos de no ser por medio del lenguaje, sea cual sea, idioma o lengua que prefiera. Se dice que el alfabeto, en los comienzos, era algo así como un “sin techo”, porque la élite de las sociedades recitaba, cantaba o actuaba, el uso de la escritura estaba concebida para la comunicación oral.
La musicalidad del discurso se daba por la oralidad pronunciada, absorbida por el oído. Sin embargo, una vez escritas, las palabras dieron orden, se convirtieron en auxiliares de la memoria; las palabras nombran, denominan, delimitan, adjetivan, llaman a la acción, pero también, unen o dividen, conmueven o enojan; comunican, pesan.
Las palabras, así como la arquitectura, también tienen una tectonicidad, un peso que va más allá de los signos ortográficos acomodados y ordenados uno delante del otro, de manera que tienen un significado. Las palabras, al igual que los objetos arquitectónicos, tienden puentes o levantan muros, son representaciones gráficas de la palabra hablada o del discurso, de las ideas y de las intenciones, tal como la arquitectura es un objeto que representa la identidad y la cultura de una comunidad. Sin embargo, el lenguaje también está sujeto a la evolución, al espacio y al tiempo en el que se vive, a la crítica, a la reflexión, a su puesta en valor y a la tecnología disponible.
Para Lefebvre, filósofo francés que define el derecho a la ciudad como al que los habitantes urbanos ejercen por medio de la construcción, la toma de decisiones y la creación de la misma desde la organización de las comunidades y su involucramiento en dichas decisiones; el espacio debe dejar de pensarse como un ente pasivo, producto de la interacción social, en este sentido Foucault, filósofo también francés, afirma que las prácticas espaciales y temporales nunca son neutrales, pudiendo provocar el rechazo o la resistencia de los individuos que desean escapar de las limitaciones hegemónicas. Porque en este sentido, la hegemonía del espacio, de la arquitectura o del discurso, son también articuladores de sentido, objetos de significado difícilmente neutral, porque como dijo nuestra ahora PresidentA, “solo lo que se nombra existe”, pero no desde la hegemonía del discurso presidencial, sino desde la cotidianidad y desde todos los lugares y los espacios: llegamos todas; no lo sé, el discurso que “nos hace aparecer” no está en el recinto donde se toma una protesta, ya estábamos, ya existíamos.
Lo que es un hecho es que se sienta un precedente, lo que se haga o deje de hacer dependerá de las decisiones y las prioridades que se manifiesten en los hechos, en el transcurso del tiempo, no de la gramática, de la lingüística o de la sintaxis, ni siquiera de la musicalidad del discurso o de la retórica. El espacio discursivo, así como el espacio arquitectónico, es un lugar de encuentro de distintas narrativas, de la diversidad, del producto de relaciones sociales y culturales dinámicos que, así como los lugares, son articuladores concretos de estas relaciones, que existen de tal forma que, tal como dice Foucault: la resignificación del espacio y de las prácticas sociales, no pueden estar desvinculadas del contexto histórico y social.
El lenguaje y el espacio, se encuentran entreverados porque por medio de ellos interactuamos, socializamos, convivimos, hacemos comunidad, nos identificamos y habitamos en un tiempo que, al igual que las palabras, está compuesto por signos, por un espíritu que lo clasifica y lo determina. Sin embargo, no porque un gobierno decrete que todo el mundo sea feliz, como en Farenheit 451 de Ray Bradbury, la felicidad aparecerá mágicamente. Por lo tanto, las palabras o los espacios se convierten en objetos concretos, cuando en los hechos los vemos materializarse.