El ‘espíritu liberado’ de Emily Brontë
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Existe una estampa de Emily Brontë en el imaginario de muchos lectores: una joven taciturna que pasea por los páramos interminables. Parece que sus intensos ojos grises son capaces de ver “las flores más brillantes” en los “brezales más sombríos”. La acompaña esa soledad única de los místicos. Casi puedo imaginarla vestida de blanco, al igual que la otra Emily (la poeta Dickinson). Pero todo esto es un mito. Lo inventó Charlotte Brontë para “cuidar” la imagen póstuma de su hermana menor. Resulta que Emily había escrito una novela escandalosa por ser sumamente agresiva. Su violencia doméstica resultó —como apunta Lyndall Gordon— mucho más amenazadora que la de “Frankenstein” de Mary Shelly.
El mito de la Emily “pura” fue alimentado por otras voces. Hace tiempo leí el ensayo que George Bataille escribe sobre ella en “La literatura y el mal”. Me impresionó el contraste planteado entre la autora y su obra: “Su corta vida no fue excesivamente desgraciada, pero, a pesar de que su pureza moral se mantuvo intacta, tuvo una profunda experiencia del abismo del mal”. La insistencia entre su “virtud” y la fortaleza de su novela termina en una conclusión atractiva aunque tendenciosa: el misterio. Si era solitaria, nunca vivió el amor (o nunca se casó, que no es lo mismo) y prefería el hogar a la aventura, ¿cómo le hizo para imaginar una historia tan profunda y compleja como la de “Cumbres Borrascosas?
Los juicios sobre el sufrimiento siempre son peligrosos. Decir que una vida “no fue excesivamente desgraciada” o que “a pesar de la rigidez de las costumbres, la infancia de los cuatro hermanos fue feliz”, como detalla Mendoza en un prólogo, es un tanto injusto. Dos de las hermanas mayores murieron por las malas condiciones del colegio al que asistían. El descuido y el maltrato agravaron sus problemas de salud. Esta anécdota marcó a Charlotte y la retrata en su obra más conocida: “Jane Eyre”. La madre de familia murió cuando los niños eran pequeños. El padre era huraño y distante. Los pocos recursos que tenía los invirtió en la educación de Branwell, su único hijo varón. Emily escribiría más tarde: “El corazón está roto desde la niñez”. Una idea fundamental para la creación de personajes tan deslumbrantes como Heathcliff y Catherine. ¿Qué es, entonces, vivir poco o vivir demasiado para un espíritu como el de la novelista?
Lyndall Gordon menciona las diversas fuentes que recuerdan a la escritora como poco sociable, callada y altanera. No se hallaba con su ciudad ni con su época. Cuando viajó a Bruselas con Charlotte para aprender francés (como eran pobres solo tenían la opción de trabajar como institutrices), se la pasó enojada y en silencio. Un maestro notó su alma brillante, aunque al final ella desistió porque el cambio la estaba enfermando. “Qué deprimente es el mundo exterior; el mundo interior lo aprecio mil veces más”, refirió Emily. Parecía recluirse de todos. En realidad observaba agudamente los matices terribles de la vida, incluso en el pequeño e insalubre pueblo en el que vivió. Cuenta Gordon que la familia Brontë tuvo severos problemas con unos vecinos que se sintieron aludidos en “Cumbres Borrascosas”. Es decir, la magia de la creación nace desde lo acontecido en el universo de afuera tanto como de la fortaleza interna.
Las hermanas Brontë decidieron reconocerse como autoras de sus libros. Habían publicado con seudónimos y la gente decía que el verdadero escritor era un hombre. Gordon afirma que lejos de ganar reconocimiento, fueron tachadas de “groseras” por George Henry Lewes, el crítico literario más destacado de la época. Joanna Russ añade que sobre “Cumbres Borrascosas” los “expertos” dijeron: “fue escrita involuntariamente por una autora ingenua”, entre otras sandeces. Porque una mujer no podría haber vivido lo suficiente para hacer un trabajo así. En un poema, Emily Brontë confiesa que solo anhelaba “un espíritu liberado y valor para resistir”. Murió joven, pero le sobrevivió la palabra, que sigue combatiendo dos siglos después.