Entre polinizadas y deshojadas: Crónica de una primavera sin vergüenza

Así como los árboles dejan caer sus viejas hojas, nosotros también podemos deshacernos de lo que no nos sirve: rencores, miedos...
¡Ah, la primavera! Esa época del año en que la madre naturaleza decide ponerse coqueta y desnudarse de su crudo invierno para vestirse con su traje más ligerito. Flores, pájaros cantores, alergias descontroladas y ese sol radiante que nos tuesta el pescuezo si nos distraemos 2 minutos. ¡Qué bonito todo!
De repente, el parque se convierte en pasarela de piernas pálidas estrenando shorts, mientras el vecino presume su “cuerpower” trabajado a punta de tamales y sedentarios maratones de Netflix. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan y el que no se baña, el olor lo delata.
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Claro, no todo es color de rosa. Llegan los amores primaverales: fugaces, ardientes y tan comprometidos como un discurso político. Es la temporada perfecta para que Cupido practique el tiro al blanco con flechas oxidadas y nos deje más confundidos que un perro en misa. Aquí es donde muchos deciden dejarse llevar por el calorcito, lanzarse de cabeza a la “zona de riesgo emocional” y terminar llorando en la regadera mientras escuchan baladas de los 90. Lo curioso es que nadie aprende. Cada primavera, el corazón se les pone más inquieto que taxista en el semáforo, y ahí van otra vez, con la esperanza de encontrar el “amor verdadero” que dura menos que la Cuaresma.
Y qué decir de las dietas “pre-veraniegas”. De por sí esas mamadas de “dietas” ya suena a pendejada, ahora medio mundo se mete al gimnasio con la esperanza de que en tres semanas el six-pack se asome entre los lonjazos. Spoiler alert: no va a pasar. Pero, ¡ah! La esperanza es lo último que se pierde, después del aliento en la caminadora. Porque claro, la operación bikini está en marcha, y los licuados verdes se vuelven más populares que el chisme en el café de la esquina. Eso sí, no falta el valiente que se anima a la “dieta detox”, a base de jugos de apio, limón y más fe que ciencia. Al final, el único resultado garantizado es una visita exprés al baño y el compromiso renovado de “nunca más”... hasta el próximo lunes.
La primavera también es la temporada de las flores, y no me refiero a las que crecen en los jardines, sino a esas “flores” que brotan en la piel tras una caminata bajo el sol sin bloqueador. Uno sale de casa pensando que va a broncearse como modelo de revista, y regresa pareciendo camarón en su punto. Eso sí, con una dosis extra de vitamina D y el autoestima tambaleante. Ni hablar de las picaduras de moscos, que hacen que uno termine rascándose más que perrito con pulgas.
Y hablemos de las famosas limpiezas primaverales, ese ritual anual en el que la gente decide abrir el clóset y enfrentarse a los fantasmas de las modas pasadas. “Esto me lo pongo cuando baje de peso”, se dicen, aferrados a esos jeans que llevan diez años acumulando polvo y promesas incumplidas. Al final, la mitad de la ropa termina en bolsas de donación y la otra mitad en el piso, mientras uno se rinde y decide que mejor mañana sigue. Y no olvidemos la “limpieza espiritual”, que implica bloquear a exparejas, dejar de stalkear al crush y borrar conversaciones que ni el FBI podría recuperar.
No podemos olvidar el desfile de eventos primaverales: bodas, bautizos, primeras comuniones, y cualquier excusa para reunir a la familia y devorar cantidades industriales de comida. Ahí está la tía que pregunta por el novio, el primo que presume su nuevo coche (que sigue debiendo hasta el espejo retrovisor), y el abuelo que siempre tiene una historia de cómo en sus tiempos las cosas eran mejores. Es un circo, pero con más espectáculos y más animales.
La naturaleza, por su parte, también se pone creativa. Los árboles explotan en una sinfonía de colores, los insectos organizan fiestas rave en nuestras casas, y las alergias hacen su gran regreso triunfal. Un estornudo aquí, un ojo lloroso allá, y para cuando nos damos cuenta estamos gastando más en kleenex que en la despensa.
Y no podemos dejar de mencionar a los jardineros de corazón, aquellos que, armados con pala y guantes, deciden que esta primavera por fin tendrán el jardín de revista que siempre soñaron. Spoiler alert: lo más probable es que terminen con las rodillas llenas de tierra, una que otra planta marchita y una historia digna de ser contada con orgullo en la siguiente carne asada.
Pero bueno, queridos lectores, el lado bueno es que entre tanto desmadre y desorden, la primavera también trae una lección muy sabia: renacer. No importa si el invierno nos dejó como tamal mal amarrado, la primavera nos recuerda que siempre es buen momento para florecer. Así como los árboles dejan caer sus viejas hojas, nosotros también podemos deshacernos de lo que no nos sirve: rencores, miedos, ropa que ya no nos queda (aunque insistamos que sí), y hasta de esa gente que nos drena más que un sorbete de mango en pleno sol.
Es la oportunidad perfecta para reinventarnos, para sacudirnos el polvo, ponernos guapos o guapas y salir a conquistar el mundo, o al menos la tiendita de la esquina. Porque la vida, querido lector, es como la primavera: breve, intensa, y llena de sorpresas. No espere a que el viento sople a su favor. Sea ese huracán que nadie vio venir. Y si al final del día no florece, pues ya sabe... hágase maceta. ¡Usted decide! Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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