Flamenquerías: el mesero de Parras
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En cierto centro social de Parras había en aquellos años un mesero. Demasiado fino era el muchacho, dicho sea sin segunda intención, y le daba por bailar flamenco. No quiero decir que todos los bailaores de flamenco naveguen por esa banda, pero sí recuerdo que hubo un tiempo en que a los ahora llamados gays se les designaba −parte de una nomenclatura variadísima− con el calificativo de “flamencos”. Esa palabra tenía otra connotación: servía también para calificar a quien reclamaba con enojo algún agravio.
-No sé por qué se me puso flamenco. Lo único que hice fue pedirle que me presentara a su hermana.
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Dos laguneros, de Torreón, que estaban de visita en la Ciudad de México, quisieron conocer el Prendes, famoso restaurante. El mesero, hombre barrigudo y arrogante, les tomó la orden con aire desdeñoso −no eran de los habitués−, fruncido el entrecejo, entre otras cosas, y la nariz apuntando al techo. Uno de los visitantes le preguntó:
-¿Están frescos los camarones, pelao?
El camarero se atufó. Altanero, respondió con ofendida dignidad:
-Señor: está usted en el Prendes.
Le dijo el lagunero al tiempo que le picaba la barriga con el índice:
-No te pongas flamenco, pinche panzón.
Pero vuelvo al otro mesero, el amaneradito de Parras. Le daba por bailar flamenco, ya lo dije. Estaba solo en su afición, pues no había en toda la comarca un tablao donde pudiera dar libre curso a su afición zapateadora. De vez en cuando, sin embargo −un poco quizá por divertirse−, los clientes del bar le pedían que les bailara algo. Entonces subía a una mesa, que era para él como subir al cielo, y daba libre curso −su público lo reclamaba− a su arte coreográfico.
Cierta noche un grupo de bebedores pidió que viniera. Fue llamado, en efecto, el bailaor, quien acudió modoso y recatado, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, a preguntar con voz humilde en qué podía servir a los señores.
-Queremos que nos bailes algo −pidió uno de los circunstantes.
Respondió con la misma humildad el joven gay:
-Perdonarán ustedes, pero no vengo preparado.
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Y así diciendo inclinaba la cabeza, sin sacarse las manos de las bolsas, como apenado por su falta de preparación.
-Anda, anda; no te hagas −insistió otro−. Báilate una aunque sea.
-Es que no he ensayado −repitió el remiso artista. Y seguía con las manos metidas en los bolsillos, como para subrayar su decisión de no bailar.
Uno de los clientes, buen psicólogo, le dijo entonces:
-No podemos irnos de Parras sin admirar tu arte. Nos dicen que bailas mejor que Sarita Montiel.
No necesitó más el joven flamenco para acceder a obsequiar su baile. Aunque no se había preparado sacó inmediatamente las manos de los bolsillos. En ellas traía puestas ya las castañuelas.