Hablemos de Dios 186

Opinión
/ 10 agosto 2024

No pocos lectores se han comunicado pidiendo una suerte de nueva antología de textos donde los grandes escritores citan a Dios. Sin duda alguna, ellos con su pensamiento pre claro nos guían no pocas veces. Ellos como usted o como yo, lo andamos buscando. Los grandes pensadores lo han buscado desde siempre en sus letras. No conozco poeta, narrador o ensayista que no lo deletree al menos alguna vez en sus textos.

Voy a tratar de realizar un pequeño comentario y contextualizar a cada escritor citado para que usted trace una línea de tiempo. Es decir, los ubique en la historia y la geografía. Imagino usted a todos los conoce, pero vale la pena agregar siempre datos para no andar corriendo a buscar el diccionario de biografías respectivas. O bien eso que ahora se llama “googlear”, lo que eso signifique. De hecho, ya nadie tiene diccionarios ni enciclopedias en sus casas, ahora tienen celulares “inteligentes” con conexión a Internet. En fin. También le insisto que este ya no es mi mundo. Iniciamos: César Vallejo (1892-1938), atormentado, quien murió de una extraña enfermedad, en el poema “Septiembre” no habla de la inexistencia de Dios, sino de su ausencia, es muy diferente: “Sólo esa noche de septiembre, dulce/ tuve a tus ojos de Magdalena, toda/ la distancia de Dios...” En otro poema se queja de lo que muchas de las ocasiones imagino usted se lamenta, aquello de que Dios juega a las dados con nosotros, tristes mortales.

Escribe César Vallejo: “¡Por qué se habrá vestido de suertero/ la voluntad de Dios!” Suerte, azar, vacío, fatalidad, inexpresividad, la nada. De las decenas de poetas tristes, melancólicos y afligidos que han existido, la desesperanza en Vallejo lo hizo escribir los siguientes versos que erizan la piel, el alma y el esqueleto. César Vallejo lo supo antes. Lo supo desde siempre, desde que escribió “Los heraldos negros”, en donde afirma que nació “un día/ que Dios estaba enfermo”. Puf. ¡Esto es genio!

“La casa es mi definición de Dios”, cuentan unos versos de la siempre angustiada y atribulada norteamericana Emily Dickinson (1830-1886). Apenas vio publicados algunos textos en su vida. Escribía presa de un don divino o demoniaco, para el caso es lo mismo. Solitaria y misántropa, justificaba su vida en la tierra desde la soledad de las cuatro paredes de su habitación, su “Dios”. Uno está bien. Dos pueden ser multitud.

Deletrea Dickinson: “Un alma con un huésped/ raro es que marche fuera,/ pues la divina multitud en casa/ anula tal deseo”. ¿Es un falso Dios al que nombra la poetisa entonces, con lo cual sacraliza un valor, un estamento profano? Nada menor lo anterior señores. Ya Plinio alertaba de que en Roma había más dioses que “quicios de puertas”.

Y estas deidades, estos cientos de dioses que estaban en los cientos de quicios de puertas y en sus plazas y edificios, fue donde predicaba –usted lo sabe mejor que yo– Pablo el converso – el traidor, pues. Como judío era Saulo, el de Tarso–, es decir, Pablo predicaba en el famoso Areópago. En ese lugar de dioses y libertad, Pablo les habló del naciente “Dios desconocido”, les habló de Jesucristo. Lo demás es historia.

ESQUINA-BAJAN

Pero, ¿qué es lo que busca un poeta sino precisamente a ese dios desconocido? El cual no pocas veces creemos ver y lo mutamos en algo volitivo como lo es el amor con pechos, nalgas y muslos de mujer. Juan Ramón Jiménez (1881-1958) escribió: “¡Amor!¡Amor!¡Que abril se torna oscuro!” Sólo para recordarnos aquellos versos pastosos de T.S. Eliot (1888-1965) cuando deletrea: “Abril es el mes más cruel...”.

No sólo abril al llegar en el calendario y abatirnos con su congoja es azul. Por ningún lado se adivina la esperanza o la salida de este largo periodo de política barata y de tolerancia a la violencia desbocada. La violencia sin fin se está llevando a familias enteras. Y ya está destruyendo la economía en varios Estados de la República Mexicana.

Siempre estamos buscando a Dios. Hoy más que nunca ante la nula esperanza que tenemos de frente. De hecho, ya no hay nada de frente. Todo se sigue viendo oscuro y gris y triste y fatal. Vemos hacia atrás: cuando todo era mejor y había eso llamado “normalidad.” Normalidad la cual nunca valoramos. Esa normalidad ya perdida nos hace falta. El mundo ha cambiado, nosotros hemos cambiado. ¿Dios ha cambiado?

Juan Ramón Jiménez, el laureado poeta ibérico, pensaba que hay un “Dios” diferente de niño a cuando eres ya adulto. Le creo. Lea usted el siguiente terceto: “Sólo y contigo, más grande,/ más solo que el dios que un día/ creíste dios cuando niño.” ¿Quién cambió: Dios o nosotros?

¿Es el mismo Dios, nosotros somos los mismos? Insisto, ¿Quién cambió: Dios o nosotros? Un poeta inglés del cual antes aquí le he contado, Phillipe Lowell, navegante y escritor, quien empuña la pluma y la ballesta, escribió: los siguientes versos: “Se ha prohibido el salto del tigre de bengala sobre el aro de fuego/ ¿Podríamos prohibirle a Dios su llamado y vocación?/ los niños de ayer, hoy son viejos carcomidos por la abulia y el desdoro./ Dejaron a Dios –su dios– en la barra de una cantina de desahuciados./ Vómito y queja: el sinsentido de la vida/ atado a los vasos de ron barato de una taberna”.

LETRAS MINÚSCULAS

¿Dónde está Dios? La búsqueda es eterna.

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