La política educativa y la politización de la educación
Sin lugar a duda, la educación es fundamental en el desarrollo de los pueblos; por eso el estado que guarda nuestro país en el concierto de las naciones y es por eso también las condiciones sociales en las que viven muchos de nuestros connacionales.
No es casual que estemos permanentemente en los últimos lugares –desde el año 2003– de las pruebas internacionales –PISA– donde se mide la capacidad que deben tener quienes son parte de un proceso de educación formal para internalizar conocimientos, habilidades, capacidad de análisis, razonamiento y comunicación, que son variables que sirven para resolver la realidad en la que nos movemos.
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El problema ha sido –parafraseando a Michel Foucault, el clásico de los temas de ideología y poder– que gobernar es diseñar un conjunto de acciones para estructurar el campo de las acciones posibles de individuos libres, con el propósito de alcanzar objetivos determinados. Y justo, de tiempo atrás, se han diseñado acciones para responder a la consigna de “un pueblo no educado es un pueblo manipulado”, en este caso por un partido y por otro, sin excepciones.
Y sí, la educación, como asentábamos al inicio de esta reflexión, es fundamental para el desarrollo de los pueblos, pero si no se da del todo –como lo afirma la prueba PISA–, no son casuales los altos niveles de pobreza, desigualdad, corrupción, impunidad y violencia que vivimos en nuestro país. Para no ir muy lejos, lo que hoy vivimos es la consecuencia de la pobre educación que muchos hemos recibido. De ahí la importancia de distinguir entre políticas educativas y la politización de la educación.
La política educativa tiene que ver con la intervención del Estado en la educación de la población a través de lo que se ha llamado educación formal, donde los libros de texto son una de las variables más importantes. La ruta crítica la marca la idea de cómo estamos y a donde queremos llegar. Pareciera ser que desde 2003 no se han puesto en la mesa esas dos preguntas. Cómo estamos en términos de educación, lo sabemos, a dónde queremos llegar; no lo tuvieron claro, ni antes ni ahora.
En tiempos de Ávila Camacho, al grito de “Unidad Nacional” y con la batuta de Jaime Torres Bodet, se educó para palear la idea de unificar al país. Y parecía que los conflictos nacionales e internacionales le daban claridad a la pregunta dos –¿a dónde queremos llegar?–. En esa época, los libros de texto jugaron un papel toral, aunque no con toda la aprobación de la población.
Eso mismo se vivió con la llamada Reforma Educativa (1972), que tuvo como base los movimientos contestatarios constantes en contra del Gobierno en turno –el de Luis Echeverría Álvarez–. La respuesta fue un sistema modular que encapsuló el conocimiento en los llamados libros de textos que sectorizaron los contenidos de aprendizaje y que dieron al traste con el llamado Plan Once Años. Hubo un cuestionamiento mayúsculo de la población. (Cfr. Pablo Latapí y los libros de texto).
En 1993, con nuevos contenidos, se buscaba responder al contexto complicado que se vivía por ese tiempo bajo el gobierno de Carlos Salinas y sus sueños guajiros de hacer creer a la población de que nuestro país es una potencia en el marco del desarrollo mundial. La tendencia de la priorización de los valores del mercado condicionan los contenidos educativos.
Para 2009 los tiempos evidentemente habían cambiado. Nuevos gobiernos, nuevos contextos, nuevas ideologías, nuevas posturas, nuevos libros de texto. No perdamos de vista nuestra afirmación inicial: “gobernar es diseñar un conjunto de acciones para estructurar el campo de acciones posibles de individuos libres, con el propósito de alcanzar objetivos determinados” (Foucault, 1982). Cada gobierno procura sus propias reformas, sus propios modelos pedagógicos, sus propios objetivos determinados, sus propias acciones, sus propias políticas educativas y sus propios libros de texto. Fox y Calderón lo intentaron también. ¿Recuerda el caso de Carlos Abascal Carranza?
¿Dónde está la sorpresa? La respuesta probablemente se encuentra en la segunda parte de nuestra reflexión: la politización de la educación.
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No olvidemos que el tema del Index librorum prohibitorum –los libros de texto de este tiempo– se encuentran en el marco de los tiempos electorales. Sin lugar a duda el tema del 18 de marzo como fecha de nacimiento de don Benito Juárez, los errores que comprometen el sistema planetario solar, las inerrancias geográficas de dos estados de la república mexicana y los temas matemáticos no son cosa menor, pero sí suficientes para aumentar el encono, la diatriba y la polarización; digo, por si algo faltaba.
No es un tema de política educativa, ni siquiera de dos posturas diferentes, de dos visiones de mundo o de dos ideologías distintas, es un tema de politización educativa. Lo que aquí está en juego es el poder. Ni en el pasado ni en el presente les importó, ni les importa a los críticos actuales y al Gobierno oficial el estado que guardaba y que guarda la educación en nuestro país.
Ha importado más la politiquería –porque si fuese política habría consensos– que lo académico. La duda metódica cartesiana se resolverá cuando revisemos el papel que jugaron en el pasado y en el presente los distintos actores –políticos, económicos y sociales– oficiales o no del tema educativo en México. Por lo pronto, atendiendo a la política educativa sabemos dónde estamos –ranking mundial de lectura y prueba PISA– pero estamos muy lejos de saber a dónde queremos llegar como país y, por supuesto, el consenso se ve muy lejos. Así las cosas.
Encuesta Vanguardia
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