A pesar de ser la facultad que para muchos grandes pensadores distingue a los seres humanos, una y otra vez la razón ha sido objeto de rechazo. Desde su supuesta capacidad para corromper el estado puro e inocente con el que la naturaleza nos ha arrojado a la vida, hasta su también supuesto papel en el imperio de la guillotina y los campos de la muerte, la razón ha sido vilipendiada y acusada de ser la fuente de estas y muchas otras calamidades en la esfera de la moralidad. ¿Qué tan cierto es esto?
Una manera de responder esta cuestión consiste en examinar algunos de los sentidos asociados con la naturaleza de la razón. El primero y más claro de ellos, identifica a la razón precisamente como una de nuestras facultades cognitivas fundamentales. De acuerdo con este modo de entenderla, la razón es la facultad que asociamos especialmente con el pensamiento o, como diríamos usando una de sus nociones afines, con el raciocinio. Pensar o razonar, entonces, no es otra cosa que ejercer la facultad de la razón.
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Inmediatamente podemos identificar el carácter instrumental de este modo de ver a la razón. Esto es, concebirla como un instrumento sumamente poderoso para resolver todo tipo de problemas, desde los más cotidianos hasta los más complejos, algo que la acerca más a la inteligencia que a la sabiduría.
Pero entonces, la razón se presenta como algo esencialmente neutral en cuestiones de moralidad. Siendo un mero instrumento, por poderoso que este sea, la razón nunca determinará por sí misma el carácter de bueno o malo, de justo o injusto de aquello que se produzca bajo su tutela. Es decir, la bondad o la maldad, la justicia o la injusticia de aquello cometido haciendo uso de la razón, no dependerá de esta facultad, sino más bien de propiedades morales que esos actos poseen independientemente de ella. Esto explica algo que todos conocemos de sobra, a saber, la existencia de imbéciles malvados o de personas muy inteligentes igualmente poseedoras de maldad. Ni la ausencia de la razón en un caso o su presencia en el otro, determina la calidad moral de la persona y de las cosas que ella hace.
Sin embargo, la razón no es solamente una facultad sino también el resultado correcto de su uso, como cuando decimos que alguien tiene razón. Esto complica la historia exclusivamente instrumental que venimos contemplando. Porque ahora parecería que, en este otro sentido, sí podemos agregar una dimensión moral en el uso de esta facultad cuando examinamos los resultados de ejercerla correcta o incorrectamente. En este caso, hablamos no solamente del uso de la razón, sino de que tal uso puede ser visto como revelador de cosas tan fundamentales como la verdad o lo que debemos hacer.
En este sentido, la razón puede también ofrecer normas cuya autoridad depende del uso correcto de esta facultad. Fuera de la moralidad lo podemos ver claramente en el papel de la razón en ámbitos como el de la lógica y las matemáticas. Cuando decimos que un argumento es válido, distinguimos no solamente su capacidad de generar conclusiones verdaderas, sino de hacerlo de un modo obligatorio, so pena de incurrir en la irracionalidad haciendo caso omiso a lo que nos exige la razón. Estamos ahora en la esfera de las normas y las obligaciones que surgen de ellas. Quizá no sea la razón la que exclusivamente determine cuáles deberían ser nuestros fines últimos en la moralidad, pero al menos es claro que cuando se han identificado tales objetivos y ofrecido razones basadas en ellos, tenemos la obligación racional de actuar en consecuencia.
Es este papel justificativo el que a menudo olvidamos cuando pensamos en la razón en términos meramente instrumentales y el que alimenta la visión escéptica o francamente negativa respecto a sus beneficios. Como ilustración paradigmática de cuán desencaminada es esta visión, pensemos en el caso de la esclavitud. Recordemos cómo desde tiempos inmemoriales esta práctica deshumanizante era la regla en prácticamente todo el planeta. Hoy en día, sin embargo, lo que resulta universal es el reconocimiento de la injusticia inherente a la esclavitud y la necesidad imperiosa de abolirla. En esta extraordinaria transformación del pensamiento y la práctica humana, el papel de la razón fue decisivo. Llevados de la mano por pensadores tan diversos como Bartolomé de las Casas, Frederick Douglass y John Stuart Mill, logramos entender que existían poderosas y convincentes razones para acabar con la esclavitud. Más aún, que tales razones son públicas y comprensibles para cualquiera que desee examinarlas. Aquí podemos afirmar que indudablemente la razón ganó y que al hacerlo hizo posible uno de los grandes triunfos morales de la humanidad.
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Así que la razón, además de ser un extraordinario instrumento para cambiar la realidad es también un vehículo indispensable para lograr consensos morales. Lejos entonces de ser una amenaza, ella nos permite la oportunidad de acercarnos lo más posible a una suerte de objetividad consensual. Temerle o castigar su uso es un error de suma gravedad. Pensemos de nuevo que alejarnos de la razón en nuestro esfuerzo constante por desenredar el nudo complejo de la moralidad, sumiría a la humanidad una vez más en la penumbra de aquellas épocas que veían como normal a la esclavitud y a otras afrentas semejantes a nuestra dignidad. No queda entonces más que celebrar esta facultad insistiendo en su uso constante y universal.
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