Las cuaresmas de ayer

Opinión
/ 26 marzo 2024

- I -

Ya no hacen las Semanas Santas como se hacían antes. López Velarde llamó “opaca” a la Cuaresma porque en sus tiempos lo era. Suspendíase el ritmo de la vida en largos cuarenta días penitenciales, los mismos que duró el Diluvio, los mismos que Juan el Bautista y luego Cristo se retiraron al desierto para meditar.

Muy cuaresmal era la Cuaresma en el Saltillo. Habían pasado el Carnaval y las Carnestolendas: Robertito Guajardo era el invariable ganador del concurso de trajes del Casino, con su magnífico atavío de rey Gambrinus. Cuando llegaba el Miércoles de Ceniza todo mundo lucía en la frente el indispensable “jesusito”, que así nombraba el pueblo a la mancha de ceniza que el sacerdote ponía a los feligreses al recitarles en latín el tremendo Memento que les recordaba que polvo eran y en polvo se habrían de convertir. Aquel que no mostraba aquella invocación de las postrimerías era calificado ipso facto de herético o ateo, y se le auguraba segurísima condenación.

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Bien hubiera podido decirse que la ceniza había caído sobre toda la ciudad. Se acababan las diversiones. No se organizaban bailes ya, y los cines quedaban desiertos como casa de mala nota en lunes. Inútilmente, don Gabriel Ochoa ponía en la cartelera de su Cinema “Palacio” la película “Misión Blanca”, con Jorge Mistral, o “El Mártir del Gólgota”, en que José Cibrián la hacía de Jesús. La gente se estaba en casa, pues ir al cine era también anatema.

En las casas se cerraban los postigos de las ventanas, para ni siquiera dejar entrar la luz del exterior. Con velos negros o morados se cubrían los espejos, símbolo de la terrena vanidad. Igualmente se velaban las imágenes de los santos, ya fueran de bulto o en cromos que colgaban de la pared. En algunas casas se tapaban hasta las jaulas de los canarios, del parlero gorrión, del corajudo chico cagón y cantador.

Siempre hacíamos “ejercicios espirituales” en preparación para la temporada. Los había para todos: niños y niñas, jóvenes y jovencitas —siempre separados—, señores y señoras, matrimonios, estudiantes, dependientes de comercio, empleadas domésticas —se llamaba así a las criadas—, oficinistas. Venían predicadores de otras partes, famosos por su elocuencia suma. A uno de ellos oí yo.

—Levanten la mano los que crean, como ese tal Darwin, que el hombre desciende de los changos.

Nadie la levantaba, por supuesto.

—Qué bueno —nos felicitaba—. El que la hubiera levantado es porque era un hijo de la changada.

- II -

Llegada la Semana Santa se suspendían hasta los domésticos quehaceres, cumpliendo sólo los más indispensables. Se horneaba pan para toda la semana, y antes se hacía venir al vareador para que con sus sibilantes varas de membrillo vareara la lana de almohadas y colchones a fin de volverla otra vez suave y esponjosa. Las niñas estrenaban vestidito; las señoras llevaban nuevas galas luctuosas a la visita del Pésame a la Virgen, o a la de las Siete Casas, que era ir a siete iglesias para en ellas rezar el Vía Crucis.

En los templos ya no sonaban las campanas. Se diría que había enmudecido la ciudad. Las llamadas a misa y a los oficios de la Semana Santa se hacían con una matraca que producía un sonido ronco y funeral. Yo subí una vez al campanario de la Catedral y vi al sacristán tocando la matraca. Era un aparato de madera de competentes dimensiones que se hacía sonar dando vuelta a una enorme manivela.

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Desde el Miércoles Santo las radiodifusoras —la de don Froylán Mier, la de don Efraín López, la de don Alberto Jaubert— trasmitían solamente “música sacra”, que así llamaban los locutores a la clásica, así estuvieran tocando “La Alegría de París” de Offenbach con todo y el pecaminoso galop de su can-can.

El Viernes Santo hasta el cielo cambiaba de color. No había gente por las calles. A las tres de la tarde en punto el estallido de una “cámara”, que era un fuerte cohetón, anunciaba a los mortales la hora exacta de la muerte de Jesús.

El sábado se abría “la Gloria”, y había quema de Judas en las esquinas. El domingo —espléndido Domingo de Resurrección— se escuchaba otra vez repique jubiloso de campanas, y uno tenía la impresión de que de nuevo salía el sol. La alegría era auténtica, como auténticos fueron la contrición de la Cuaresma y el duelo de la Semana Santa. Y en aquel regocijo de la Pascua, que se decía “Florida”, la ciudad y su gente volvían a nacer y a vivir.

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