Aquí voy a contar la historia de una señora que llegó a su casa en horas de la madrugada, después de haber jugado a la lotería toda la noche. Describiré cómo hizo su entrada en el domicilio conyugal, y narraré también lo que su esposo le dijo cuando la oyó llegar. Antes de relatar todo eso, sin embargo, haré ciertas consideraciones que, espero, no habrán de resultar ociosas.
En tratándose de literatura la originalidad consiste en plagiar y no ser descubierto. El arte de escribir radica en buena parte en recordar lo que otros han escrito, y en olvidar quién lo escribió. La verdad es que a partir de Homero no hay nada que sea completamente original. Cierto predicador se dirigió, severo, a una muchacha de la vida. Le dijo: “¿Conoces el pecado original?”. Ella le preguntó a su vez: “¿Qué tan original lo quieres?”.
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En tiempos de la Segunda Guerra alguien le preguntó a un científico norteamericano por qué los Estados Unidos habían podido fabricar la bomba atómica antes que los rusos. Explicó el estadounidense: “Porque nuestros alemanes eran mejores que los de ellos”. Pues bien: tanto mejor será un escritor cuanto mejores sean los autores cuyas obras plagia. En eso hay que ser muy cuidadosos. Plagiar nada más de Borges para arriba.
Digo todo esto porque la historia que a continuación voy a narrar presenta un rasgo de originalidad. En todos los cuentos, anécdotas o chistes el hombre es el que llega tarde a casa, y su mujer la que lo espera airada. En esta historia, en cambio, la que llega tarde al hogar es la señora. He aquí la historia, tal como sucedió.
El acontecimiento tuvo lugar en un pequeño pueblo. A las señoras de la localidad les gustaba mucho jugar a la lotería, ésa de la dama, el catrín, las jaras, la chalupa... Tal pasión ponían en ese juego que nunca salían de su casa sin llevar en el bolso −la bolsa− su tabla favorita, por si acaso alguien las invitaba a jugar. La tabla que jugaba siempre la señora de mi cuento era la número 1, la que tiene en el centro −donde se gana el pozo− el melón, el valiente, el pájaro y la mano.
Es de saberse que la tal señora tenía un marido muy haragán, por no decir güevón, que es la palabra que mejor le cuadraba al individuo. Dormía hasta muy tarde el holgazán. Ella se levantaba temprano; se bañaba, se vestía, se arreglaba el cabello, se maquillaba, y salía luego a la calle a hacer sus cosas. Usaba zapatos de tacón alto, y al salir despertaba siempre a su marido con el taconeo. Eso ponía furioso al individuo, que vivía reprochándole a su mujer aquellos taconazos que lo sacaban del sabroso sueño en forma tan desconsiderada.
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Pues bien: sucedió un día −una tarde, más bien− que la señora se reunió con sus amigas a jugar lotería. Sin darse cuenta se le fue pasando el tiempo. Se hizo de noche, y cuando se dio cuenta era ya la una de la mañana. Muy preocupada se dirigió a su casa. Al llegar vio en el garaje la camioneta de su esposo, que había llegado antes que ella. La casa estaba a oscuras; todas las luces apagadas. Entró en silencio la señora, y lo primero que hizo fue quitarse los zapatos para no hacer ruido. Sin encender el foco subió por la escalera, despacito. Entró con pasos tácitos en la recámara. De puntillas fue hacia la cama. Y entonces oyó en la oscuridad la voz de su marido, que le dijo con rencoroso acento:
-¿Por qué ’ora no taconeyas, méndiga?