Los relámpagos de agosto
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Entre los aires y desaires de tirios y troyanos, la semana pasada se celebró un acto para conmemorar los primeritos 108 años del alumbramiento de la Constitución mexicana, donde a pesar de que las batallas entre las entonces distintas facciones enconadas se prolongarían durante varios años más a punta de gritos y sombrerazos, se estableció un principio de reconciliación de lo que a posteriori sería –tremendo oxímoron- la institucionalización de la revolución.
Más allá de los berrinches contemporáneos, en lo que compete a la narrativa, este periodo histórico tan convulso dio origen, en primer lugar, a grandes crónicas como las de John Reed en “México Insurgente” o John Kenet Turner en su “México Bárbaro”, pues lo iracundo de los acontecimientos no daba para repartir abrazos y echar fanfarrias, sino que asombraba a quienes con mirada ajena atestiguaban la violencia revolucionaria que con el pasar del tiempo se chapó en el bronce que baña las gestas heroicas.
En segundo término proporcionó material para la gestación de tremendas relatorías novelescas, cuyo valor agregado radica en la posibilidad de bosquejar más allá de los hechos puntuales labrados en cobre para la posteridad y atreverse a hurgar en el alma de los protagonistas, quienes muy a pesar de las incomodidades que le genere a los historiadores de cenáculo, son humanos... demasiado humanos, como diría el clásico, casi tanto como los que convierten un acto cívico en una rabieta.
Así encontramos al “Escuadrón Guillotina” de Guillermo Arriaga donde las risas arrancadas por los villistas se acercan al llanto de terror, “Cartucho” de Neli Campobello, “Pedro Páramo” de Juan Rulfo que se ambienta en las escaramuzas de la guerra cristera, recientemente “Revolución” de Arturo Pérez Reverte y “Por si no te vuelvo a ver” de Laura Martínez-Belli que se interesan por asuntos hondamente domésticos y finalmente “La sombra del Caudillo” de Martín Luis Guzmán sobre el salto del caballo al Cadillac que dieron los últimos caudillos que ya buscaban la paz institucional del país.
A pesar de estar ante taumaturgos de la narrativa, ninguno de ellos logró lo que sí Jorge Ibargüengoitia en “Los relámpagos de agosto”: el reverso paródico de la historia mexicana, más aun, la desacralización de figuras egregias, cuya desnudez del oropel no les resta relevancia, sino que ayuda a comprender de mejor manera, situaciones que es difícil tragar bajo una deseable mirada práctica, juiciosa y lógica.
Si bien algunos de los libros mencionados párrafos atrás parecen pintados a caballete, lo que logra Ibargüengoitia es un enorme fresco donde se retrata detalladamente los arrebatos del caudillismo, la mezcla de lo público y lo privado, así como el maremoto surgido de pasiones personales propias de la satisfacción de instintos primarios ataviadas de grandes causas políticas.
Además de las divertidas dosis de compenetración emocional, cuyos arranques los zambuten en el absurdo, el leitmotiv de la novela cabe en la interrogante ¿quién va a ser el siguiente presidente? Ya que en un sistema presidencialista como el de este terruño, la cercanía con el poder de los poderes se traduce en beneficios o tragedia según la suerte de cada cual, así los pillos que aparecen en la trama buscan ganar en las palabras lo que perdieron en el campo de batalla.
José Guadalupe Arroyo es el protagonista y, muy al estilo del autor, escribe rigurosamente en primera persona estas memorias en contra del “Gordo” Artajo, enemigo jurado, para contar su disparatada versión de las batallas y peripecias que devinieron en derrotas bélicas del bando que encabezó, las cuales acabaron con su prestigio político, militar y sexapil.
La cínica relatoría de este pícaro narrador tiene como objetivo convencernos de su astucia, intentando la épica donde el destino se le oponía de tiempo completo, sin embargo, su enconada defensa termina convirtiéndose en una chusca acta de acusación muy al estilo del Lazarillo de Tormes donde ninguna negra honra macha su reputación, o como advirtió uno de los de apellido Marx, quizá de los más avezados, “estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros”.
La relevancia de recurrir a la narrativa libre para comprender las motivaciones más íntimas de los protagonistas de episodios tan convulsos encuentra una potente explicación en Honorato de Balzac, quien atinadamente dejó por escrito en Pequeñas miserias de la vida conyugal (neta que así se llama) que “la novela es la historia de la vida privada de las naciones” porque observado con sensatez, es difícil entender que tantas enemistades e intereses cruzados obedezcan a la historia lineal y planeada como una competencia de relevos que devino en la creación de un movimiento de identidad nacional con partido único, instituciones, movimiento muralista y otros enceres.
Aun así pareciera casualidad, o producto de la malignidad del humor involuntario del genio de las dos cuartillas y media, que un edificio inconcluso se convirtiera en el mausoleo de algunos de los cabecillas de la revolución y sus advocaciones... como salido de una novela de Ibargüengoitia.
Autor: Jorge Ibargüengoitia.
Editorial Joaquín Mortiz.
1964