Morena, más muertos que en Hiroshima y Nagasaki
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El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar será una mancha indeleble para el sexenio fallido de Andrés Manuel López Obrador, quien sigue terco en su muy cuestionada estrategia de los “abrazos, no balazos” que arroja, hasta la fecha, alrededor de 125 mil homicidios dolosos, un hecho muy espeluznante si tomamos en cuenta que con la detonación de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, murieron menos personas que las asesinadas en este País en lo que va del gobierno de la Cuarta Transformación, la misma que hoy se encuentra en campaña electoral en Francisco I. Madero, Coahuila, a pesar del baño de sangre que ha enlutado a este País.
Y tiene mucho significado mencionar la tragedia de Hiroshima porque el sacerdote jesuita Pedro Arrupe fue testigo de ese ataque nuclear que mató instantáneamente a 70 mil japoneses, como días después sucedió en Nagasaki, donde otra bomba mató a 35 mil, un total de 105 mil muertos (aunque después murieron más por los efectos de la radiación), menos que la saga mortal de este México sangriento, peor que en esa tragedia nuclear, porque allá murieron familias enteras y aquí la secuela es inmensa, con cientos de miles de viudas, huérfanos y familiares con mucho dolor, desamparo y rencor, la semilla de un odio que tarde o temprano germinará.
El crimen de los jesuitas es un parteaguas en el gobierno de López Obrador. Aquí citamos el domingo pasado a Ricardo Mejía Berdeja y el México sangriento, y mencionamos −antes del asesinato de los sacerdotes− que en este País ya no sólo hay masacres en palenques, cantinas y burdeles, sino que ahora se mata en las iglesias, en bodas y bautizos, como acaba de suceder en la parroquia de San Francisco Javier en Cerocahui, Chihuahua, iglesia nombrada en memoria de otro jesuita que estuvo en Japón en tiempos pretéritos, donde mucho tiempo después el jesuita Pedro Arrupe auxilió a miles de heridos que causó la bomba atómica, la misma labor humanitaria que realizaban los jesuitas asesinados en apoyo de los más desamparados de la sierra Tarahumara.
Hoy el reclamo por la sangre derramada en este País es global. Todos los rectores de las 260 universidades jesuitas en el mundo cuestionan la violencia expansiva en México, la tortura, los asesinados, las desapariciones. Acusan de un Estado fallido, exigen la pacificación y el fin de la impunidad. Asimismo monseñor Ramón Castro, de la Conferencia del Episcopado Mexicano, ha señalado que “México está salpicado con sangre” y el papa Francisco, también jesuita, ha exclamado urbi et orbi: “¡Hay tantos asesinatos en México!”, por lo que resulta inconcebible que hoy los de Morena anden en campaña electoral a pesar de las masacres, su ambición es inaudita, chapoteando en sangre buscan las candidaturas, es obvio que la toxina del poder los ha envenenado, los ha enloquecido.
Lo más sensato y por el bien de México es que la periodista Rosa Icela Rodríguez y el licenciado Ricardo Mejía Berdeja renuncien a la secretaría de Seguridad Pública. Que un policía como Omar García Harfuch se haga cargo del desastre, del Estado fallido, del baño de sangre. No se puede perpetuar el crimen. Urge garantizar la paz.