Panamá: Más que un Canal, una ciudad para vivir

Me han maravillado las obras de infraestructura pensadas no sólo para los automóviles, sino también para ciclistas y peatones
Están por finalizar mis días en Panamá y, como ocurre en otros destinos, hay cosas a las que me he acostumbrado con rapidez y que seguramente extrañaré cuando ya no esté aquí. Dicen, con razón, que a lo bueno uno se acostumbra fácilmente. Un ejemplo es la seguridad con la que se puede salir y entrar de casa sin necesidad de echar llave. Incluso cuando me encuentro solo, la cerradura de la vivienda donde me hospedo, al igual que las de muchas otras en el vecindario, sólo se usa en ocasiones excepcionales. Esto me recuerda aquellos lejanos días de principios de los años ochenta, cuando mi familia y yo llegamos a Torreón desde la Ciudad de México. Eran otros tiempos, una época en la que, al menos en ciertos sectores, se vivía sin miedo. También era posible beber agua directamente del grifo.
Esa es otra de las cosas que voy a añorar de esta ciudad: el agua potable no sólo en las casas, sino también en los múltiples bebederos distribuidos en distintos puntos. Se agradece enormemente, especialmente en un clima de playa donde el riesgo de deshidratación es alto, sobre todo para quienes nos desplazamos mayormente a pie.
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También extrañaré los numerosos espacios públicos diseñados para el ejercicio, el esparcimiento y el descanso, todos en un estado de conservación admirable. Es impresionante ver cómo la selva intenta recuperar el terreno que se le ha arrebatado, lo que hace aún más valioso el esfuerzo de las autoridades panameñas por mantener parques y jardines en óptimas condiciones. Y, por supuesto, hay que reconocer a la gente por su compromiso con la limpieza. Aunque de vez en cuando se encuentran desechos fuera de su lugar, la mayoría respeta las normas y mantiene la ciudad ordenada.
Otra sorpresa grata ha sido la escasa presencia de grafitis vandálicos en los muros y paredes, incluso en barrios de clase media baja y baja. No es que no existan, pero en su mayoría son murales artísticos que embellecen la ciudad en lugar de afearla. Hacía mucho tiempo que no visitaba un lugar donde los rayones sin sentido fueran prácticamente inexistentes.
Voy a extrañar también mis encuentros con la vida salvaje: mapaches, tejones e iguanas que, con curiosidad, abandonan la selva para adentrarse en las calles en busca de alimento.
Panamá es, y quiere ser, mucho más que el Canal o el escándalo de corrupción de los Papeles de Panamá en 2016. Su apuesta va hacia la diversificación de ingresos mediante el turismo y el sector inmobiliario. Me han maravillado las obras de infraestructura pensadas no sólo para los automóviles, sino también para ciclistas y peatones. Separar con claridad las rutas para cada tipo de movilidad es una decisión acertada que facilita la convivencia en las calles.

Sin embargo, hay un detalle que empaña este orden: los scooter eléctricos. No es un problema exclusivo de Panamá, sino de todas las ciudades donde estos vehículos se han popularizado. No son bicicletas y, sin embargo, se cuelan en los carriles destinados a ellas. En más de una ocasión, mi trayecto se vio abruptamente interrumpido por el paso de estos veloces y silenciosos aparatos, poniendo en riesgo la seguridad de los peatones.
No cabe duda de que la realidad siempre va un paso adelante de las normas. Pero si algo me llevo de Panamá, es la certeza de que urge legislar sobre el uso de los vehículos eléctricos personales. Después de todo, tienen un motor y deberían circular en carriles diseñados para quienes han decidido no mover las piernas.