Para combatir esta era

Opinión
/ 10 marzo 2025

«Clío, musa de la historia, siempre con un libro en las manos,

ofreciéndonos el regalo de la conciencia histórica ».

Cuando Enrique Santos Discépolo describió precozmente el Siglo XX como problemático y febril en “Cambalache” no atinó a saber que sus palabras, amén de precisas, quedarían cortas ante las barbaridades que darían inicio casi ipso facto a la escritura de su memorable tango, cuyos ecos bonaerense se mantienen y resuenan a la menor provocación a casi un centenario de su venturosa gestación.

Al compositor argentino no le faltaban razones para pensar lo escrito en cada una de las líneas de esa gran pieza de la cultura rioplatenses, pues el vaivén de acontecimientos estaba por romper el falso remanso en el cual se encontraba toditito el orbe durante ese periodo entre guerras, donde el desempleo, hambre, las carencias y (especialmente) el rencor social no eran menores a los de tiempos de abierta beligerancia.

En ese mismo sentido y época, pero en la parte septentrional del continente, Howard Phillips Lovecraft daba a luz relatos de un terror sumamente genuino, donde algunos de ellos estaban protagonizados por un miedo a seres desconocidos y que escapaban de cualquier similitud humana, excepto por las inenarrable cualidades para la destrucción, claro.

La repentina aparición de estos endriagos no obedecía a una sorpresa como si hubiesen caído del cielo, sino que antecedían a la humanidad y eran seminales al planeta, pero dormían la mona en un letargo al filo de la navaja que sólo podía ser roto por las impericias de los propios moradores de esta vecindad llamada planeta tierra.

Estas bestias, probablemente, no eran sino alegorías del autor para avisar que dentro de los seres humanos se esconde el peor de los ‘monstruos’, una capacidad perentoria de conducir a la sociedad directo a la barbarie a través de a través de movimientos sociales y políticos so pretexto de miedos tan primigenios y tribales como el desprecio por los que no se consideran semejantes en cualquier acepción de la palabra. Que haya pasado casi un centenario de ello no significa que hayan caducado.

Así, en poco más de cien páginas, Rob Riemen (Países Bajos, 1962) reflexiona profundamente sobre una era, amén de extensa, que pareciera sacada de las tripas de un novelista en estado colérico y telúrico, donde el común denominador es antitético a ideas de figuras egregias como Homero o Confucio: el uso de eufemismos para no llamar a las cosas por su nombre por temor a enardecer a su feligresía. En el caso que competen al autor neerlandés, el populismo.

«Para combatir esta era: consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo», publicado por Taurus, retoma con la dificultad que representa ser sencillo al escribir la tesis del eterno retorno para recordar las sentencias posguerra sobre el fascismo, en donde si bien para entonces había vencedores y vencidos, el virus de la política de la antipatía no había desaparecido y se mantendría escondido como cualquier peste, en los meandros de la sociedad hasta encontrar las condiciones climatológicas del miedo ambiente para hincarle el diente a sus potenciales víctimas y próximos devotos.

Importante es borrar de entre la retahíla de precauciones la tentación de parecer exagerado por entablar una comparativa entre dos fenómenos políticos distanciados únicamente por los años, pero que engranan con la facilidad de saberse reconocibles por algo más que sus ideas políticas, de las cuales carecen, sus convicciones de generar enemigos comunes y promover acciones en pro del resentimiento, las fobias y la ira.

El fascismo es la política del miedo, del nacionalismo anacrónico y la venganza. Haberlo convertido en tabú, al negar su existencia, le permitió expandirse y germinar en sigilo al tiempo de estar al acecho de un modelo que se desgataba con el aumento de las desigualdades sociales, como un depredador en potencia en acecho de la presa distraída a campo abierto.

Por supuesto, al escribir acerca de esta hidra del poder tampoco se puede hacer ojo de hormiga con el desprecio por valores trascendentales para la civilización como la verdad, justica, belleza o la sabiduría, mismos que son pisoteados por una falsa voluntad popular que generalmente encarnan los propios representantes que asumen ese rol con una máscara distinta, pues sólo así son capaces de decir la verdad como señaló Voltaire. En aras de la libertad y la grandeza de un falso pasado idílico, se empeña en destruir la primera, mientras (se) alimentan el mito del segundo.

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