Poder Judicial: Una reforma perversa y empapada del odio de López Obrador

Opinión
/ 18 junio 2024

Hace unos días Nexos reprodujo un reciente discurso de la ministra Margarita Ríos-Farjat sobre la relación de la academia con la judicatura. Es un texto provocador, que permite verlo como metáfora para la discusión de la reforma al Poder Judicial, donde sin importar la profundidad del debate, la próxima legislatura que arranca en septiembre va a desmantelar ese contrapeso e instaurará uno que estará sometido al presidente Andrés Manuel López Obrador y a su sucesora Claudia Sheinbaum, quitándole independencia y generando una incertidumbre jurídica que afectará a todos, comenzando por los que menos tienen.

Ríos-Farjat retoma un libro de Raymond Boudon que leyó para su tesis de doctorado, que cuestionaba el sistema educativo francés por generar miles de títulos profesionales, pero sin espacio en el mercado laboral para el crecimiento social de sus poseedores, en una contradicción entre una buena idea sobre el crecimiento de los estudiantes y el de ser de utilidad a la sociedad, que terminó siendo perniciosa porque el diseño educativo no se correspondía con la realidad imperante y era incapaz de dotar a la sociedad de los valores indispensables para hacer frente a la realidad con la que se topaban al salir de las universidades.

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Boudon, que fue uno de los principales sociólogos franceses del último cuarto del siglo 20, planteó que hay momentos específicos donde iniciativas individuales producen consecuencias no intencionadas de la acción social. El discurso de Ríos-Farjat incita una reflexión similar para la reforma al Poder Judicial propuesta por López Obrador, enfocada en la aniquilación de la Suprema Corte y la justicia federal, soslayando una reforma a la justicia local −que atiende más del 80 por ciento de los expedientes− y a las fiscalías, notoriamente incapaces y deficientes.

La reforma está empapada del odio de López Obrador al Poder Judicial que arrastra desde el proceso de desafuero en el primer lustro de este siglo, cuando era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, y redactada por otro hombre, muy inteligente, pero también resentido, Arturo Zaldívar, que no pudo extender su periodo como presidente de la Corte porque violaba la Constitución y sus pares se lo impidieron. Juntos buscan el cambio más profundo que puedan hacer a México, destruyendo lo que se ha venido levantando desde 1995, cuando a los 26 días de asumir la Presidencia, Ernesto Zedillo, comenzó la transformación de la Suprema Corte y del Poder Judicial.

Esta reforma tiene cuatro pilares perversos: cómo quitar a quienes están, cómo hacer para que quienes lleguen duren menos tiempo, cómo hacer que ganen menos, y la instauración de un tribunal disciplinario independiente de la Suprema Corte, que remplazaría al Consejo de la Judicatura. ¿Por qué quitar a los que están? Porque la independencia irrita a López Obrador que, acostumbrado al desaseo legal y con consejeros jurídicos ineptos, sufrió demoras en sus prioridades políticas. ¿Por qué quiere que duren menos tiempo? Está a la vista de todos, pues al bajar de 15 a 12 años el periodo de los ministros, su elección la empata con los procesos electorales sexenales, convirtiéndolos en parte del juego político coyuntural. ¿Por qué quieren que ganen menos que el Presidente? No hay razón alguna, y se trata sólo de darle por su lado a López Obrador. ¿Por qué un tribunal disciplinario? Para que quien esté al mando en Palacio Nacional tenga un mecanismo para castigar a quien se atreva a actuar de manera independiente.

Esta reforma desmantela lo que produjo la reforma de Zedillo: herramientas para un país plural −que ya ha tenido tres alternancias− y autonomía. Es regresiva y concentrará el poder en el presidente o presidenta, como señalaron recientemente en un libro destacados miembros del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Nadie, hay que subrayar, piensa que el Poder Judicial no requiera reforma. La crítica es a la esencia de la propuesta por López Obrador, que producirá un engendro bastante peor de lo que se tiene en la actualidad.

De aprobarse en sus términos, serán cesados 910 personas magistradas y 737 jueces, además de 25 magistraturas del Tribunal Electoral que componen el Poder Judicial federal. Es decir, se elegirían el primer domingo de junio del próximo año a quienes ocuparían mil 686 cargos. Los efectos de su eventual descabezamiento ya se están sintiendo en los tribunales, donde los abogados están tratando de apurar sus asuntos ante el riesgo de que una demora los podría llevar al nuevo Poder Judicial, donde quienes los atendieran tendrían que empaparse en los expedientes, que no son pocos. El año pasado la Suprema Corte resolvió más de tres mil asuntos, mientras que los diferentes tribunales, colegiados de apelación y juzgados de Distrito, resolvieron cerca de un millón y medio.

Esto genera dos fenómenos que dice López Obrador busca desterrar: corrupción y poder del crimen organizado. En el primer caso, los abogados que representen clientes con dinero, podrían juntar su hambre con las ganas de comer, donde encontrarían a miembros del Poder Judicial dispuestos a recibir sobornos, ya en su salida, para resolver sus asuntos. En el segundo, como la iniciativa establece que los jueces estarían fijos en la región en la cual los elijan, quedarían sujetos a la voluntad del crimen organizado, revigorizando la máxima de plata o plomo.

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Pero todavía hay un elemento que valdría la pena colocar sobre la mesa del debate. ¿Qué se gana con el descabezamiento del Poder Judicial? Para efectos de argumentación, se daría un blindaje jurídico para el gobierno saliente. Casos de corrupción que han sido denunciados quedarían sueltos y cuando finalmente fueran estudiados y entendidos, un número de ellos podría haber prescrito. Nadie en este gobierno sufriría pesadillas en el séptimo año, porque nadie sería perseguido.

¿Y quiénes pierden? Está claro. Todos aquellos que no tienen dinero para pagar abogados. Todos aquellos que no tienen acceso. Todos aquellos utilizados para hacer de la reforma judicial un mandato legítimo, sin saber que una buena parte de ellos perderá más con lo que respaldaron que con lo que López Obrador les dijo que debían acabar. Pero para entonces, no habrá punto de retorno.

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