Bar du Marché
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Para Susana, con amor, por ese vuelo nuevo que ilumina su vida.
En la barca plena de cantos y amores de mi viejo Leonard Cohen, después de tanto tiempo sucedido, de ver el deshojarse de vidas y árboles, incluso nubes, historias enteras, fugas de luz y oscuridad, porque muchos murieron y mueren hoy por ese terrorífico y estúpido mal que si no te tapas nariz y boca, además del quebranto y de la queja, metiéndose por el costado, verdaderamente insidioso, podría quebrarte el corazón. Y sí.
En la nave del viejo Leo, que no sucumbió de COVID-19 ni de ninguna otra extrañísima causa como la mutación británica de pánico. En circunstancias arduas, podría decir lacerantes, llego a mi patria, después de tanto desvarío, decidido a matar sin piedad a todos y cada uno de los pretendientes para luego aliviar mi nostalgia y enfilarme a eso que alguna vez llamaron futuro.
Porque, desamparados, sin tiempo presente y sin historia, vagamos con los quicios perdidos.
Porque todos necesitamos un sentido, una estrella por alcanzar, sublime, un amor que nos cobije muy de mañana, de tarde o cuando la sombra de la incertidumbre vence a la luz y nos conduce a las brumas de la ansiedad o del insomnio.
Porque lo ocurrido y lo que pasa no es sencillo. Nunca una Odisea, el viaje sin fin, o la historia de una bella mujer que aguarda a su Ulises tejiendo y elucubrando, viendo el mar, ese mar que siempre recomienza y fascina.
Cohen, mi viejazo, en un día de aliento y borrasca, me dijo: llegarás a nación donde florecen el amor, las naranjas, el té, porque Suzanne te espera. Viajarás entonces hasta donde el mar no termina, con ella, con su vestido blanco o rojo de gasa egipcia.
Llegarás a región, al Bar du Marché, rue de Seine, París, donde la sirena te atrapará para siempre, no con sus cantos engañosos y finos, sino con su insólito silencio la náyade de Estambul bella y magnífica, sonriente, te retendrá sin remedio.
“La pasión es una santa demencia que te dice: esto es lo que hay que hacer: / Te podrá asaltar distraído / cuando no esperas nada / o navegas sin ton ni son / y entonces / si te llega / si llega hasta ti / una reina vestida de blanco / especialmente de blanco / y sonríe / sólo abre tus mandíbulas / y aúlla. / Y ámala… / Ámala… / Ámala.”
Muy cerca de Saint-Germain-des-Pres, barrio de Luxemburgo, el bar, el para siempre nuestro Bar du Marché, tiene trancadas puertas y ventanas. Porque el mal injusto y repentino ha venido a llamar al toque de queda, a resguardarnos en plena desilusión y naufragio. Como si mereciéramos tanto castigo.
Después de nación, llego a Polanco, a mis orquídeas, al Catamundi de ella, a los andadores blanquecinos, vacíos y muy tristes.
En el parque Lincoln los pájaros esperan y no sé por qué me recuerdan a esas cabras norteñas del África que comen y duermen en las copas de los árboles argán. Como nosotros que, llenos de espanto y desconsuelo, hemos abandonado la tierra no tan firme para sobrevivir entre vientos y alturas. De puro miedo, en las azoteas. De tanto esperar a Tiresias, el adivino ciego de Tebas que sacó de dudas al atribulado Edipo y aconsejó el camino de regreso a Ulises.
Llego a la patria, a Ítaca, pero también a Cuajimalpa, Xochimilco, Querétaro y Villahermosa, donde las nochebuenas perdieron su color en esta navidad en la que nada nace o se avizora nuevo y distinto. Porque quedó, flotando, como si nada, inoportuno, remiso, ese olor amarillento e inútil que tiene el cempasúchil del dos de noviembre cuando la malvada de la muerte nos aflige.
Llego a mi patria, ansiando el beso, la caricia, el abrazo de todos los que pertenecen al mundo que yo amo. Llego temprano para regar un poco a mi orquídea misteriosa, viendo cómo crecen y resisten nuestros niños sabios como gigantes.
Todos necesitamos volver a tener un sentido, por ellos, por nuestros niños y por nosotros, por las flores, maravilloso ejemplo de fuerza y sobrevivencia.