Cuando la progresividad nos quita derechos

Politicón
/ 7 julio 2019
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La tradición del derecho Occidental, de la que surge la noción de derechos humanos, es una constante dialéctica, conflictiva y fecunda, entre el derecho positivo (las normas establecidas) y el derecho natural (principios éticos independientes de las normas). 

En el bando del derecho positivo encontramos autoridades, jurisperitos y pensadores de corte materialista, y entre los impulsores del natural típicamente contamos con teólogos y filósofos de corte idealista, y en los tiempos recientes, académicos y activistas. 

Este diálogo tenso ha sido una importante fuerza impulsora de la evolución constante de nuestros sistemas jurídicos y de la ampliación de derechos gradual, pero profunda, experimentada en los últimos siglos. 

Este largo recorrido incluye construcciones jurídicas como los primeros códigos civiles de la antigua Roma, las primeras cláusulas de limitación al poder del rey (la Carta Magna del siglo 13), las primeras formulaciones de derechos vinculados a la dignidad humana universal de la escuela de Salamanca (s. 16), la primera constitución democrática representativa (s. 17), la primera declaración universal de los derechos del hombre y ciudadano (s. 18), la proscripción de la esclavitud(s. 19) , la emergencia de los derechos sociales, el voto universal y la igualdad jurídica de las mujeres (s. 20), y el discurso contemporáneo de los derechos humanos. 

Está claro que Occidente ha vivido una evolución progresiva de los derechos. Pero esta tendencia puede conducir –y conduce– a equívocos graves respecto de la idea de la progresividad. En efecto, esta historia no ha sido lineal, pero, sobre todo, no se explica a partir de la introducción progresiva de derechos en los códigos. Estas ampliaciones han sido más bien efecto de fenómenos sociales, culturales y materiales complejos, y rara vez su causa.

Con esto intento sostener dos premisas. Para que el discurso de los derechos humanos mantenga vigente su potencial transformador: 1) no basta con un discurso de ampliación progresiva de los derechos sin un diálogo razonable y constante con el discurso opuesto, el que defiende la pertinencia de las normas vigentes, y 2) no basta con la progresión discursiva de los derechos sin considerar los cambios materiales, culturales e institucionales que los harían viables y, por ende, exigibles.

Cuando no existe el primer elemento estamos ante un discurso autista (que no dialoga con posturas diferentes, amparando su intransigencia en una supuesta superioridad moral), y cuando no existe el segundo estamos ante un discurso demagógico (que promete cosas que sabe que no pueden lograrse o que no sabe cómo lograr). Los primeros suscitan incomprensión y rechazo, y los segundos una escalada irreal de expectativas, seguida de su inevitable incumplimiento. Todo esto produce frustración y un agravamiento de los problemas, no su solución. 

Un ejemplo claro ha sido el viraje errático en el discurso y la política migratoria del Gobierno de México ante las presiones de la administración Trump. El presidente López Obrador y su gabinete sostuvieron un discurso resumido en el siguiente silogismo: migrar es un derecho humano; la nueva administración respeta los derechos humanos; luego no se detendrán las oleadas de migrantes de la frontera sur, sino que se facilitará su tránsito, ofreciéndoles albergue, asistencia médica básica e incluso alimentación y transporte.

La intención es noble, pero como política pública resulta inviable. La afirmación de que “donde come uno, comen millones” es propia de un pensamiento religioso dogmático, y una política pública basada en esta premisa está condenada al fracaso. El desenlace es conocido: los anuncios de una nueva política migratoria “humanista” y comprometida con los derechos humanos de los migrantes no sólo llegó a Centroamérica, sino también a países como Bangladesh, Sri Lanka, Camerún o el Congo. Tan sólo en mayo pasado, Estados Unidos rechazó a 144 mil 278 migrantes sin documentos que llegaron hasta su frontera sur, atravesando México. En lo que va de 2019, asciende a 500 mil detenciones.

Ante este aumento drástico de las oleadas migrantes en los últimos meses, el gobierno de aquel país reaccionó (previsiblemente) exigiendo a México poner orden en casa. Y Trump (previsiblemente) aprovechó para congraciarse ante su electorado, amenazando la viabilidad económica de México con un arancel del 5 por ciento para nuestras exportaciones. Ante la presión, la administración de AMLO no encontró una respuesta mejor que obedecer, virando del discurso “humanista” a la mano dura, militarizando nuestra frontera sur con 6 mil efectivos (ahora con un gafete de Guardia Nacional) para impedir el paso de los migrantes.

El ejemplo nos permite aprender un par de cosas: 1) la ampliación de los derechos tiene que ver con una multiplicidad compleja de factores, más allá de la mera enunciación de normas y derechos; 2) la realidad no hace excepciones ante nuestras buenas intenciones, e ignorarla conduce siempre a sufrir de su venganza indolente; y 3) una agenda seria y responsable de derechos humanos debe guardarse del error de suponer que la sola exigencia de progresividad basta para llevarnos a una ampliación real de los derechos.

Por: Carlos A. Dávila Aguilar

El autor es auxiliar de investigación del Centro de Derechos Civiles y Políticos de la Academia IDH 
Este texto es parte  del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

Derechos humanos s. XXI

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