De campo, pero con gustos 'refinados' (Crónica de Jesús Peña)
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Recia, la gente del campo, correosa, hecha a la fiereza, a la bravura del monte.
Gente moldeada al sol y al viento.
Gente que venera a la naturaleza y le teme.
Esa gente que se alimenta de las plantas y de los animales del desierto.
Que bebe del agua turbia, fangosa de sus estanques y no se enferma.
A propósito de eso, recuerdo una tarde que unas vecinas del ejido San Francisco, por la carretera a Zacatecas, me invitaron a comer.
Era Cuaresma y la mesa estaba puesta con todo género de platillos de la temporada: nopales con huevo, acelgas, chicales, flor de palma, tortitas de camarón, había de todo.
Comí hasta hartarme.
Cuando hube terminado me sirvieron un vaso de rica y fresca agua de limón.
Una limonada riquísima, sabrosa para el placer del gaznate.
Bebí el agua casi al hilo y pedí más.
Se había acabado, me dijo una de las mujeres, sólo había agua del estanque, dijo la señora, y sin preguntar nada tomó mi vaso y lo llenó con aquel líquido.
Era una agua cafesosa, revuelta.
No dije nada, pero las vecinas que habían visto mi gesto de repugnancia me incitaban a que me la tomara.
“Ora se la toma”, dijo una de ellas implacable.
“Tómesela”, me ordenó otra.
Cogí el vaso con la mano temblorosa y di un trago sorbo.
Las mujeres me miraban sin burlarse.
Serias, secas.
Mientras tomaba de aquella agua me acordé de las cosas que decían los campesinos recios de los ejidos marginados sobre los estanques.
Que de ahí tomaban las vacas, que ahí se orinaban y acaso defecaban.
Pero aguanté como los machos y me bebí el vaso de agua hasta el fondo.
Las señoras sonrieron satisfechas y yo, con más asco que otra cosa, sonreí también con una sonrisa de triunfo, de gloria.
Lo que nunca entendí es por qué a mí el destino me tenía deparada esta amarga, esa dura, prueba.
Yo no soy ni magnate ni político, Dios me libre.
Soy hijo de un pastor de cabras.
Entonces, ¿por qué?