El EZLN y el turismo de la rebeldía... 25 años después

En los asentamientos zapatistas los ‘turistas’ encuentran que una gran dignidad impera en la selva chiapaneca

Politicón
/ 13 enero 2019
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Texto y fotos:  CHRISTIAN MARTÍNEZ

Provengo del noreste mexicano. Nada más tibio que ser del noreste. La Catedral de Saltillo y su casi auténtica fachada churrigueresca nos cobija de las frías noches del verdadero desierto de Tijuana o de Sonora, por ejemplo. Pseudo turistear en “Sancris” y sobre todo llegar a “Oventic”, permitió conocer la miseria que no se conoce en el noreste y la verdadera rebeldía ordenada y, sobre todo, con sentido que se contrapone con gran dignidad a la hegemonía cultural y al olvido.

El movimiento está muy lejos de relacionarse con los “groupies” extranjeros y nacionales que lo promueven con ámpulas de superioridad evangelizadora. Que a nadie le extrañe que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional contradiga al Estado en cualquiera de sus versiones y colores. Ese es su materia prima: “mandarse obedeciéndose”.

Sólo sigo sospechando de una cosa; con la renovación del Tratado de Libre Comercio –ahora bautizado como “T- MEC”–, y que es un acuerdo que motivó el surgimiento del EZLN, ¿no debieron de reorganizarse y mostrarse públicos de la misma manera que lo acaban de hacer con las propuestas del nuevo Presidente de México?

Dicha renovación, deja claro que, más allá de permitir el libre tránsito de persona entre países como ha pasado con la evolución de otros tratados comerciales, una de sus intenciones primordiales en este 2019 es integrar a los estados del sur de México a las dinámicas comerciales.

Ojalá en un futuro, al quitar el pasamontañas, no se nos rompa el corazón a nivel mundial a todos los “groupies” que gustan ver cómo es que se gesta “La otra campaña”.

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El EZLN y el Turismo  de la Rebeldía

Alguna vez compartí departamento con un español y su compañera mexicana. Venían de pasar una temporada en Chiapas. Los dos alguna vez participaron de “Okupas” en Barcelona. Vinieron a conocerse en México, en el pueblo de San Cristóbal.

El español, poeta y diseñador, viajaba a hacia el sur de México buscando la “verdadera” rebeldía. La inspiración de la auténtica insurgencia. Era un sujeto detestable. Al principio me pareció interesante, exótico y hasta congruente; el cabrón había palpado uno de los símbolos a priori de muchos jóvenes mexicanos que coqueteaban con la búsqueda de la justicia: el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, EZLN. Tiempo después, lo detesté. Más allá de su esnobismo, tenerlo dentro de la misma casa era como tener un agujero negro haciendo una gran mierda en el baño continuo.  

Era un jodido mezquino. “Hippie apantallamexas”, altanero fumador de porro quien gustaba dar órdenes cómo proxeneta. Su voluntad tenía que prevalecer hasta en las decisiones más simples. Nunca vi, ni cuando se trataba de limpiar el estudio que teníamos en común, el tan famoso “Mandar obedeciendo”. Miraba a los mexicanos con cierta condescendencia. Como si todos viviéramos bajo la peor de las esclavitudes. Y tal vez tiene razón. 

Más de un año después, a mediados del pasado 2018, acudí a San Cristóbal, pueblo que según los veteranos que llevan más de 10 años ahí, se convirtió en una especie de “centro turístico de la rebeldía, durante la última década”.

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Aseguran que en este lapso, el costo de las rentas en el centro de San Cristóbal se triplicaron, y por las noches, el pueblo es algo parecido a Cancún pero con un morral tejido colgado sobre el hombro y con visitantes que gastan euros que su “estable” clase media europea les deja de sobra.

Tomando un café desde una de las aceras del corredor principal, siendo un turista más de las montañas míticas que rodean al pueblo y de la insurgencia indígena a casi 25 años de su surgimiento, junto con Laura, mi compañera, vi cómo un hombre europeo se dejaba caer estupefacto sobre la pared de uno de los negocios, como si hubiera visto una de las cosas más increíbles en su vida: una mujer indígena pidiendo limosna para la manutención de los cinco pequeños que llevaba con ella, dos colgados en su espalda y el pecho, respectivamente. El anglosajón estuvo varios minutos siguiendo con la mirada al espécimen que en su país está en peligro de extinción, después de darle unas monedas.

Las calles de “Sancris” se caracterizan por esta dicotomía: indígenas vendiendo artesanías, algunos arrastrándose en el piso demostrando su incapacidad para caminar entre un mar de rostros extranjeros de todas las nacionalidades imaginables. Entre los camiones para trasladarnos a San Juan Chamula, por ejemplo, hubo un momento en que Laura y yo éramos los únicos mexicanos a bordo. Y de regreso, los únicos “no indígenas” que subieron al camión. Todos los demás hablaban tzotzil

LA NAVE ‘OVENTIC’

A casi dos horas, cerca de San Cristóbal, entre la selva chiapaneca, se encuentra “Oventic”, uno de los cinco Caracoles Zapatistas. Los caracoles son comunidades autogestivas que representan, en lo terrenal, la cúspide de las ideas que fundaron dicho zapatismo. Dentro de las buenas charlas con aquel nefasto español que respiraba bajo el mismo techo que yo, narraba con gran emoción como niños que dejaron de acudir a las escuelas de la SEP, eran todos unos “cracks” en cuanto al nivel de lectura y de criterio ante los que sucedía en el mundo.

 

Viajeros de playa, de historia, ecologistas, de aventuras… pero también hay quien busca la ‘auténtica’ rebeldía"

Cuánta dignidad se respiraba en el lugar. Así como México puede  ser tres países a la vez, gracias a la diversidad cultural, el mismo Chiapas podrías ser dos Chiapas: el que pide limosna en las calles o vende baratísimo sus artesanías al compararlas con el valor del euro, o el que juega basquetbol sobre las canchas de las escuelas zapatistas construidas desde la autogestión, al interior de la sierra.

No cualquiera entra a los caracoles. Primero tienes que ser entrevistado por la “Junta de Buen Gobierno”: hombres y mujeres indígenas  que hablan poco español y llevan puesto el pasamontañas, símbolo que para el filósofo Camille de Toledo, hace del zapatismo el movimiento de insurrección más auténtico del mundo. Según él, el pasamontañas elimina uno de los elementos del individualismo neoliberal: el rostro. No pueden existir  los íconos si no hay rostro.

Todos los indígenas con el pasamontañas puesto representan un solo símbolo.

Y “Oventic” y los demás caracoles, lugares que encarnan “un estribillo de lo singular, pues actúan para crear esferas de la singularidad, estéticos y existenciales”, según Franco Berardi.

Los hombres, quienes no iban armados, antes de entrar te preguntan tus intenciones y el lugar de dónde provienes. Nos limitamos a contestar: “venimos a aprender”.

Después de 10 minutos nos permitieron entrar hacia el  lugar con más dignidad que pudimos observar durante los días en Chiapas, acompañados de un guía encapuchado que también hablaba tzotzil.

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