El juego de la seducción
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Mis ojos no se contuvieron y lo escanearon de pies a cabeza. El cerebro procesó al muchacho más bello que había visto en mi vida. Era el verano del 87, cuando inicié la preparatoria en el Instituto Tecnológico de Saltillo (ITS). Al principio, la situación parecía a mi favor: él también me vio y le gustó la minuciosa observación; pero –en toda historia hay un pero– todas, repito, todas las chicas del salón y muchas de otros grupos se fijaron en él.
Era fácil que aquel galán, parecido al príncipe azul de un cuento, fuera tan fascinante. En esa época, había más mujeres que hombres en el ITS; además, él realmente era lindo y bastante coqueto. Esto último me disgustó. Pronto empezó la cacería, y él se volvió engreído y superficial. Ese “todas” cambió: como nunca he sido precisamente competitiva –solo cuando sé que el triunfo será mío–, decidí dejarme de bobadas y enfocarme en el estudio.
Aunque me gustaba mucho, tantas féminas encima y su reacción de huida me parecieron patéticas. Así que me desmarqué y de manera natural (sin recibir consejos de ninguna vieja loba de mar) se hizo invisible para mí. De inmediato notó que no lo asediaba: era la única que no le llevaba regalitos ni le daba cartas de amor ni lo perseguía en los recesos ni le coqueteaba con faldas cortas o escotes ligeramente pronunciados.
Entonces, él empezó a interesarse en mí. Yo no era experta en el juego de la seducción, era tímida, así que me enfoqué en una de mis mejores cualidades: ser buena conversadora; eso y no rogarle como las demás, le gustó. Ese plus me puso por encima, las otras estaban preocupadas (no ocupadas) en llamar su atención y conquistarlo con más de lo mismo. Sin proponérmelo, se formó el efecto AIDA y finalmente me pidió que fuera su novia.
Todo publicista, mercadólogo y empresario, saben que el modelo clásico que describe los efectos que produce secuencialmente un mensaje publicitario (AIDA: Atención, Interés, Deseo y Acción), son escalones que el cliente debe subir, ordenada y progresivamente, para tomar la decisión de compra.
Es como en mi historia: los negocios andan encima del cliente potencial, cual abejas en miel, tratando de vender su marca a como dé lugar; pero, al formar parte del montón que ofrece mismos productos y servicios –de forma tradicional–, pagan una factura alta: el rechazo y alejamiento del consumidor.
No nos hagamos bolas: todos amamos comprar, pero a nadie le gusta que le vendan; menos que lo engañen –con tal de atraer la atención– haciendo creer que no se trata de una transacción en la que se desembolsará dinero, cuando finalmente sí lo es. Así mismo, un posible comprador detesta que le den gato por liebre con falsos descuentos o promociones; en cuanto lo descubre, pierde el interés y la confianza.
Deja de vender. Llama la atención de tu público objetivo con publicidad inteligente: que lo haga pensar y divertirse; muestra atributos únicos de tu marca (desmárcate del resto) para que surja el interés; cerciórate de que sepa que tus productos y/o servicios lo beneficiarán en algo que a él le importa mucho (ve directo a las emociones, eso también te desmarca), así nace el deseo; finalmente, invítalo a la acción de compra; pero ojo: no lo presiones para tomar la decisión.
Si hiciste bien tu tarea, colocaste tu marca en la mente del consumidor (posicionamiento); la próxima vez que requiera un producto o servicio como el tuyo, acudirá a ti.
Dominio Comunicación: Comunicación efectiva para tu vida personal y profesional. (55) 2212 7220.