El robot de las redes
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La semana que terminó la Cámara de “Dietados” (el auto corrector de mi computadora tiene como sinónimo de diputados la palabra “dietados”, muy a la española: hasta el aparato trae atravesados a esos seres que cobran como si trabajaran) aprobó modificaciones al Código Penal, para sancionar con cárcel de hasta por 3 años y 300 días de multa a conductores de automóviles que provoquen accidentes en estado de ebriedad, bajo el influjo de drogas o por el uso de aparatos de comunicación (entiéndase teléfonos celulares).
En Saltillo, en el año 2016 se registraron 225 accidentes de tránsito provocados por automovilistas que conducían su automóvil en estado de distracción al utilizar su teléfono celular. En lo que va del 2017, las autoridades municipales han aplicado 181 infracciones por conducir y utilizar el teléfono al mismo tiempo.
El teléfono llamado Smartphone se ha convertido para el homo sapiens en un adminículo imprescindible. (¿Se acuerda usted del teniente Smart, el celebérrimo agente 82? Pues bien, ni siquiera él contaba con un aparato tan avanzado, en medio de la atroz Guerra Fría.) Tan imprescindible, que ya casi piensa por sí mismo. Las señoras le toman una fotografía a los artículos de la alacena y se la mandan a la empleada doméstica, que en esos momentos recorre el supermercado, armada con un aparato igual de avanzado, cuyo costo alcanza los diez mil pesos y que ella, quién sabe cómo ni en dónde, consiguió en 900 pesos. “Petra, de esta sopa me traes tres”, ordena la patrona, desde un adminículo quizá más barato.
Los niños y los adolescentes van rumbo a la escuela, con la mirada puesta en la pantalla del aparato, sin ver lo que ocurre en derredor, hipnotizados.
Los automovilistas aprovechan el semáforo en rojo para revisar sus correos electrónicos y sus mensajes de WhatsApp. Cuando enciende el verde no avanzan, se quedan en el limbo, hasta que los bocinazos y mentadas de madre de otros conductores los despiertan del pasmo en que se encontraban. Luego, mientras conducen, van respondiendo uno por uno todos los mensajes “urgentes”, cuyo número no baja de quince.
Hay seres con dotes muy especiales. Pueden conducir sus vehículos y manipular sus artefactos de comunicación. Como chiflar y tragar pinole. Revisan sus correos, los responden, se toman selfies y las suben a las redes, leen el tarot, consultan su horóscopo de ese día, se maquillan y le dan un trago a la anforita.
La vida está encriptada en ese aparato rectangular, que cabe en una mano. Para muchos es su cerebro, palpitando en una pantalla acuosa. Sin tal aparato están totalmente indefensos, aislados del mundo. Los que llegan y se sientan a una fonda, después de saludar y ordenar, inmediatamente sacan su aparato y se conectan a la Red, desconectándose automáticamente del mundo que los rodea.
Ya no es necesario memorizar los números telefónicos, ahí están almacenados. Lo de hoy es estar conectados. Quien no tenga un smartphone es anticuado, es más, lo tachan de naco. Pasan el tiempo con el ceño fruncido, revisando correos, mensajes, interactuando en los grupos del WhatsApp, más vastos y celosos que los grupos de Alcohólicos Anónimos.
El otro día, sin querer, escuché una conversación entre mujeres. Una de ellas se quejaba amargamente con su interlocutora de la conducta de su amante. Dijo conocerlo desde hace dos meses, y que en ese tiempo solo la había tocado dos veces. Toda la relación se centraba en los mensajes de WhatsApp. Un hombre virtual le dice a cualquier mujer, aun sin conocerle la cara, desde el interior de su aparato toda clase de fantasías.
Hombres y mujeres han formado sus grupos de trabajo, de juegos, de deportes, hasta religiosos, a través de las redes sociales. El gran problema de este mundo virtual, es que los usuarios no se dan cuenta en qué momento han empezado a conducir sus vehículos. De repente, en mitad de un mensaje, de una palabra, se encuentran incorporados a una vía de alta velocidad…
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