La masa, la mesa, la misa, la moza, la musa
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-Tengo hambre -le dije a don Abundio.
-No tiene hambre, licenciado -me contestó el sabio viejo en tono de reproche-. Tiene apetito, que es cosa muy distinta. Usted no conoce el hambre.
Me sentí enrojecer por la vergüenza. Es cierto: a Dios gracias y a su Divina Providencia –acaba de pasar su día, y lo recordé encendiendo una velita como acción de gracias-, gracias a Dios digo, no sé lo que es el hambre. Evoqué los relatos de mi madre, que nos contaba cómo, en tiempos de la Revolución, ella y sus hermanos, niños aún, iban a la estación del tren, aquí en Saltillo, a recoger los granos de maíz que quedaban después de la descarga, para que con ellos su mamá les hiciera unas cuantas tortillas.
Los tiempos han cambiado, por fortuna, y ahora soy un grande comilón. De los siete pecados capitales la gula es mi segundo favorito. Pero leí a los Padres de la Iglesia, y en ellos encontré una excepción consoladora. La gula, afirman de consuno San Orígenes y San Tertuliano, sólo es pecado grave cuando estorba el amor a Dios, impide el cumplimiento de las obligaciones cotidianas o daña la salud. Yo sigo amando a Dios después de comer bien, y aun siento que luego de un buen plato y varios buenos vasos lo amo todavía más. Nunca he dejado de hacer mi tarea diaria por causa de la mesa -tampoco por causa de la misa, de la moza, de la musa o de la masa, cuando andaba en mítines-, y el Señor me concedió un estómago de ésos que antes se llamaban “de músico”, capaz de digerir sin protestar los condumios más espesos y especiosos y a cualquier hora del día. Claro, a lo mejor menos pensado me va a dar un insulto, que así se llamaban antes las indisposiciones repentinas que privan del movimiento o del sentido. Pero en el ínterin canto un Gaudeamus igitur –“Gocemos, pues”- agradecido y jubiloso, y disfruto, aunque sin merecerlas, las infinitas viandas que nuestro amoroso Padre creó para sus hijos.
Déjame contarte lo que me sucedió hace poco, antes de que se viniera esto del coronavirus. Fui a Veracruz a perorar. Veracruz, siempre lo he dicho, es la sonrisa de México. Sobre todo en el Puerto se percibe, pleno, el gozo de vivir de los jarochos. Naturalmente fui a La Parroquia, el más cordial corazón de Veracruz. Saludé a los señores del Arca de Noé, asiduos parroquianos de La Parroquia; abracé a don Pedro y a don Fidel, entrañables meseros del lugar; bebí a pequeños sorbos mi lechero, y recibí de mi amigo Felipe Fernández, uno de los laboriosos dueños del lugar, el regalo de una gran caja llena con bolsas del sabrosísimo café de La Parroquia, al que añadió un vaso y una taza de los que se usan en el benemérito establecimiento.
Por la tarde comí en el Villa Rica, de Mocambo. Uno de mis platillos preferidos de los que ahí se sirven es el pez espada. Lo completé con el postre de la casa, los buñuelos, que no son ni de lejos parecidos a los que conocemos por acá. Los buñuelos veracruzanos son una especie de esponjosos bollos que se bañan con jarabe de azúcar de ingenio, es decir morena. ¡Qué combinación! Si en el paraíso se sirven postres, éste ha de ser uno de los más solicitados.
¿Acaso piensas que ahí terminó mi periplo gastronómico? Ni lo permita Dios. Su Providencia me tenía reservada otra delicia. Y la gocé cumplidamente, sin pensar en las dietas, en el peso, o en la extensión abdominal. Tallas de pantalón hay muchas, dicen; vidas nada más una. Mañana, Deo volente -si Dios quiere-, te contaré cuál fue esa gala de gula que me dejó sorprendido, pues no merezco, lo dije antes, esos regalos de la vida, y sin embargo los recibo. Eso me vuelve humilde. Y una de las condiciones indispensables para gozar la vida es la humildad. (Continuará mañana).