Nos urge derogar (en serio) la prohibición en materia de drogas

Politicón
/ 19 julio 2021

Por un lado, la prohibición resulta del todo ineficaz para evitar que la producción y la comercialización ocurran, sus efectos reales son opacar los procesos

El 28 de junio, la Suprema Corte declaró la inconstitucionalidad de la prohibición del uso lúdico del cannabis, y en particular del THC (o tetrahidrocanabinol, la sustancia psicoactiva por la que experimentamos “viajes” con marihuana). A pesar del revuelo mediático suscitado, los alcances de esta determinación son insuficientes para impactar de forma relevante la problemática social en torno de la venta y consumo de drogas en México, toda vez que el fallo no se pronuncia sobre las condiciones de prohibición de su producción y comercialización, ni sobre el resto de las sustancias actualmente prohibidas.

Celebrar esta decisión como un avance en la dirección adecuada parece un poco ridículo frente a la magnitud de la crisis en que la prohibición nos ha metido – y cuyos efectos persistirán intactos a pesar de este fallo –: una crisis de violencia que, sólo en 2020, nos dejó 35,000 asesinatos (89.6% impunes), es sólo una parte del problema.

Los riesgos a la salud derivados de la intoxicación por consumo de sustancias adulteradas (comúnmente con elementos tóxicos que abaratan los procesos en el marco de una producción clandestina) quedan inalterados, sencillamente porque el Estado prohíbe a los ciudadanos producir y comercializar transparentemente con una lista ideológica de sustancias, agrupadas sin un criterio científico identificable.

Si, por un lado, la prohibición resulta del todo ineficaz para evitar que la producción y la comercialización ocurran, sus efectos reales son opacar los procesos y establecer incentivos para la corrupción de las corporaciones públicas, que terminarán participando en la administración de un lucrativo mercado negro y en la defensa de sus ‘plazas’ (demarcaciones de monopolio de los grupos delincuenciales); mientras los consumidores se quedan a ciegas respecto de la composición de la sustancia que compran, y en un estado de permanente amenaza (y chantaje) por parte de las policías. 

Esta problemática compleja en la que se deterioran seguridad pública, salud y Estado de derecho, tiene su origen en una violación flagrante a los principios del derecho liberal en la que incurre el Estado prohibicionista al molestar la soberanía del individuo sobre sus propios asuntos, que rige siempre y cuando no afecte directamente a terceros. Y evidentemente, los asuntos de uno comienzan con su cuerpo, como nos recuerda Antonio Escohotado en el prólogo de su célebre Historia General de las Drogas:

“De la piel para adentro empieza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera. Soy un estado soberano, y las lindes de mi piel me resultan más sagradas que los confines políticos de cualquier país.”

Justificar la política de prohibición de una actividad que no afecta los derechos de terceros (en el caso de las drogas, tanto vendedor como comprador participan en una transacción voluntaria, que en un mercado libre no provocaría las externalidades asociadas a la operación de un negocio clandestino) es una contrasentido jurídico y moral. Todo crimen sin víctima, como lo señala Escohotado, es un resabio del antiguo crimen de lesa majestad (sanción estatal de algún tipo de blasfemia), y constituye un atentado a la dignidad humana, equiparable a la criminalización de las opiniones y credos minoritarios.

Apelar a argumentos paternalistas, según los cuales las personas necesitamos ser guiadas por los políticos de turno para conducir nuestras vidas como nos conviene, es un despropósito que habla mal de nuestra estima por el criterio del prójimo y de nuestro respeto por quienes piensan distinto. Evidentemente hay personas que abusan de las drogas – como hay personas que abusan del alcohol, del juego, del crédito, y de las redes sociales – con consecuencias nefastas para sí y sus familias; estos riesgos no justifican la intromisión del Estado en la esfera de soberanía de cada individuo sobre su propia vida.

Mientras aquí seguimos bajo la inercia de la hipocresía y la tontera, Estados Unidos y Canadá (con quienes compartimos un tratado de libre comercio) desarrollan una poderosa industria en torno del cannabis: California sóla recauda más de mil millones de dólares al año en impuestos a la marihuana legal. Nosotros rompemos índices de violencia año tras año, cuando podríamos ser un proveedor privilegiado para el mercado de América del Norte, empleando legalmente a millones de campesinos mexicanos.

A estas alturas, derogar la prohibición de las drogas no resolverá el problema de la delincuencia organizada. Sin embargo, cualquier plan serio por llegar a la pacificación pasa por una derogación que debimos haber efectuado hace mucho tiempo.

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