Palabras y palabrotas (II)
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Los mineros depositaban sus barras de plata en la casa de beneficio de Pachuca. Ahí les entregaban un pliego de recibo que se convertía en papel moneda cuando era partido en dos: una mitad la llevaba consigo el dueño de la plata; la otra se quedaba con el custodio de las barras. El dueño de éstas podía usar su mitad como dinero en efectivo. A cada una de las mitades se le llamaba “pachuco”, por el nombre de la ciudad donde la plata era depositada. Pasaron los años, pasaron muchos años, y en tiempos de la Segunda Guerra hubo escasez de moneda fraccionaria en nuestro País. El Banco de México autorizó entonces que los billetes de un peso pudieran ser cortados a la mitad. Cada una de las dos partes, obvio es decirlo, valía 50 centavos. A la media parte de un billete de un Peso se le llamaba “pachuco”, quizá por influencia de aquel recuerdo de la minería de plata.
Tal es la explicación, al menos, que dan en Pachuca a los “pachucos”. Don Francisco Santamaría no recoge ese término monetario en su “Diccionario de Mejicanismos” -él siempre escribió “México” con jota, igual que hacía don Alfonso Junco-, y solamente dice que pachuco es “el billete ínfimo, de a peso, de muchos colorines”. Define además la voz “pachuco” en forma por demás expresiva: “Nuevo terminacho populachero y vulgar, de la Capital principalmente, que designa a un tipo de mantenido, valentón que viste con elegancia extravagante; medio apachesco; padrotón; chulo al que también se llama ‘tarzán’. Todo esto pertenece al bajo pueblo, a la gente arrabalera y plebeya”. Don Francisco cita a Tin Tan como prototipo, en el cine, del pachuco.
Volviendo a la plata es conveniente decir que la que salía de las minas de Real del Monte era la mejor plata del mundo, no agraviando a ninguna otra del planeta. Su ley era la más alta; salía casi pura, en su estado nativo, natural. Por eso en cada barra se grababa, como seña de calidad, su origen: Pachuca. En tierras de Europa y Asia -hasta allá iba a dar la plata mexicana- esa palabra era pronunciada “Pachoca”. Y luego “pachocha”. De ahí ese vocablo pasó a significar dinero. No se usa tanto ya ese término, quizá porque ya no hay tanta pachocha como antes, pero de vez en cuando aún lo oigo. No tiene entre nosotros el voquible, ni lo ha tenido nunca, el otro significado que el acucioso señor Santamaría le da en su lexicón cuando dice que pachocha significa también “en mala parte (es decir, usada mal la voz) el papo de la mujer, la natura femenina”. Quizá don Pancho confundió “pachocha” con otro vulgar terminajo que no mencionaré.
¡Qué rica es nuestra lengua, y cuántas formas hay para nombrar un mismo objeto! (Me percato, dicho sea entre paréntesis, de que mientras más importante es el objeto más formas hay para nombrarlo).
En Estados Unidos, en la Universidad de Indiana, entrevisté a Pearl S. Buck, escritora que ganó el Premio Nobel de Literatura. Cuando supo que yo era mexicano me contó que siendo ella muy niña sus padres, misioneros en China, le compraron en Pekín un piano. Su padre lo pagó con onzas de plata de México. El peso mexicano, el dólar americano y la libra esterlina, me dijo la señora, eran las únicas monedas extranjeras que se aceptaban en China, y aun en todo el mundo. Gobernaba por entonces don Porfirio Díaz. ¡Cómo cambian los tiempos, santo Dios! Si ahora fuera yo a Beijing y tratara de pagar un piano con pesos mexicanos, seguramente me ahorraría el pasaje de regreso en avión, pues la patada que recibiría en el trasero sería tan fuerte que me devolvería a México. Por eso mejor no voy. Y por el coronavirus.