Estampas de Saltillo sobre ese singular arrebato que es la muerte
Hay tantas vidas arrebatadas en Saltillo que nos marcan y no conocemos bien.
La de cada indio coahuilteco, que resuelto defendió su libertad con la vida y que prefería matar a sus hijos pequeños a saberlos adoptados por familia de españoles.
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Las de los cientos y cientos naturales del valle que hoy es Saltillo, sepultados a cielo abierto entre nopales y ramas con espinas o depositados en cuevas o incinerados para usar sus huesos en rituales.
La del legendario Zapalinamé, el guerrillero aborigen que combatió a los colonos españoles y que al morir, como tributo, la sierra dibujó su silueta y tomó su nombre y ahora lo podemos ver recostado e imbatible.
La de Alberto del Canto, el fundador de la Villa de Santiago del Saltillo y amante de la mujer del fundador de Monterrey, Diego de Montemayor, quien decidió matarla y luego aceptó que su hija y Alberto se casaran y le dieran nietos y que quizá sea el origen de la enemistad de las ciudades.
Las víctimas del “Rey Dormido”, como conocían a Simón Casimiro Flores de Melona, a quien historiadores ubican en el barrio del Águila de Oro en 1835 y que solía acercarse con los extranjeros, invitarlos a prostíbulos para embriagarlos y matarlos en un arroyo, por lo que acabó enjuiciado y ejecutado por los mismos norteamericanos.
Hay tantas vidas arrebatadas en Saltillo que nos marcan y no conocemos bien
La de Pedro Valerio y Cruz, fallecido un 6 de octubre y huésped en el Panteón San Esteban desde 1888 de la tumba más antigua de la que se tiene registro en Saltillo, y a la que todavía en el 2003 visitaban y daban mantenimiento.
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La de los cientos de saltillenses que mató en 1918 la epidemia de influenza llegada de Fort Riley, Kansas.
La del general de división Francisco Coss, el héroe revolucionario, con don de mando, pocas letras y enorme arrojo, que lo llevó a atacar de frente a unos artilleros en la Plaza de Armas, para terminar arrastrando un cañón con su caballo y quien a pesar de los peligros murió a los 82 años, minado físicamente pero con la misma voz de trueno con la que arengaba a sus tropas.
La de Rosita Alvírez y su vestido con las tres marcas con olor a pólvora que le dejaron las balas del arma de Hipólito, quien mató por la vergüenza de un honor manchado.
La de Agustín Jaime, a quien en la Navidad de 1931, saliendo de la cantina “El Huizache”, lo mató Pedro Arredondo por las mismas viejas rencillas por las que todavía hoy en Saltillo matan, golpean, insultan, apedrean o incendian tejabanes.
La del poeta Otilio González, a quien sus arrebatos políticos le costaron la vida en Huitzilac, Morelos por apoyar al candidato equivocado y de quien su verdugo, el General Fox, quien ordenó que lo ataran con alambre de púas y lo tiró al piso, dijo que tenía rostro de soñador.
Hay tantas vidas arrebatadas en Saltillo que nos marcan y no conocemos bien.
La de Manuel Acuña, el frágil espíritu que nunca supo aceptar el “no” amoroso como respuesta, a pesar de los “síes” de Celedonia, la lavandera y de Laura Méndez, la escritora feminista que le dio un hijo que murió tempranamente y a quien nuestro poeta acompañó tras tomar cianuro por el rechazo de Rosario.
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La de Rosario de la Peña, a quien Ignacio Manuel Altamirano y muchos con él, le reprocharon amargamente el suicidio de Acuña, y quien murió soltera y sola a los 77 años.
La de José Isaías Constante Laureano, el soldado de 28 años y ánimo exaltado, que por matar a un compañero y a un subteniente en San Luis Potosí, se convirtió el 9 de agosto de 1961 en el último mexicano condenado a muerte y fusilado en la historia, y quien al recibir las ocho balas, de las que una era de salva, acabó sobre su espalda, quizá arrepentido, en donde hoy está la Tesorería Municipal.
La de Fermín Espinoza “Armillita”, el maestro del capote que con apenas 16 años tomó la alternativa, que toreó 838 corridas, que recibió dos puntazos y una cornada del toro “Despertador”, que creó el lance “La Saltillera”, fue honrado con un pasodoble por Agustín Lara y murió en 1978 de una peritonitis aguda, dejando tras de sí una calle con su nombre.
Las 234 almas que se fueron cuando la máquina 8402-5 descarriló en la pendiente del tramo Carneros, en Puente Moreno, el 5 de octubre de 1972, cuando mil 564 personas volvían de Real de Catorce a este valle de los muertos.
Hay tantas vidas arrebatadas en Saltillo que nos marcan y no conocemos bien.
La del leonés Crecencio Gómez Hernández, quien llegó de su ciudad para subirse a la Catedral de Santiago para lanzarse al vacío y que ya en abril de 1975 presagiaba la epidemia de suicidios que padece la ciudad 49 años después.
La del cineasta, actor y guionista Rogelio A. González en la Clínica 2 del IMSS, once días después de impactar un tráiler el Día de las Madres de 1984 en la carretera 57, en el tramo Saltillo-San Roberto.
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La del tierno bebé que el 23 de diciembre de 2021 murió de COVID con otras 11 personas, todas sin relación y de distintas edades, una incluso de 84 años; durante la pandemia que duró dos años y cobró dos mil 456 vidas en Saltillo y nos legó una ola de pesar e indignación.
Los abuelos, la bisabuela y la tía abuela del multihomicida de la Latino, que se tomó su tiempo para matarlos uno a uno a lo largo del día hace cinco años, que hace cuatro fue condenado y que en sus delirios por el cristal se asumió víctima y vengador.
Los peatones muertos, como Carmen Guadalupe Salas, a quien la ex coordinadora de Psicología del Instituto Municipal de la Mujer mató en 2016 al arrollarla por textear al conducir.
Al vulnerable enjambre de motociclistas que circula, vuela, derrapa o es arrastrado a diario y del que 10 murieron el año pasado y uno hace apenas unos días acabó esparcido por un bulevar.
Hay tantas vidas arrebatadas en Saltillo que nos marcan y no conocemos bien.
A los 17 fallecidos del 2019 por la pendiente y curva de Los Chorros, casi todos en el temible kilómetro 232, y a las cuatro mujeres muertas en julio de este año prensadas por un tráiler.
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A los 80 suicidas en lo que va del año en la región y a los 25, que por cargar una pena y ninguna solución, cada mes lo intentan sin éxito .
A los migrantes que viajan kilómetros a lomos de La Bestia y han terminado mutilados y muertos en este valle de la muerte.
A los que se dicen inocentes y han muerto en prisión.
A los que se asumen culpables y han muerto en prisión
A los que murieron esperando una cirugía o un trasplante o un tratamiento o una consulta.
A la jovencita de 16 años que encontraron en un bote de basura dentro del closet de un departamento de la colonia Rancho Las Varas, y de quien su madre recordó entre lágrimas que era una niña de carácter amable y dispuesta a ayudar.
A las manos suaves de mi padre a pesar de que trabajó 70 años y a su mirada perdida cuando se fue, rodeado por todos y en su cama.
Al pecho de mi madre, que subía y bajaba por el respirador, no por ella, en un cuarto de hospital, mientras la mirábamos incrédulos.
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A los que mueren en la calle, bajo un puente, a los que mueren en casa rodeados de su familia o solos, a los que mueren en un hospital luego de meses internados o apenas al ingresar, a los que se van tranquilos o inquietos, a todos los que nos dejan y que nos marcan y no conocemos bien, buen viaje.
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