Sistema penal y derechos fundamentales
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“La mayoría de los códigos penales describen programas irrealizables. Si se castigara cada delito que se comete no habría cárceles suficientes”. E. Zaffaroni.
Uno de los principales problemas al hablar de las normas penales e intentar modificarlas para cumplir ciertos fines es que se pierde de vista cuál es la función real del derecho penal. Es decir, no pocas veces se piensa que éste tiene como fin la prevención de los delitos o crear un mayor ambiente de seguridad. Sin embargo, resulta oportuno cuestionarse acerca de si las normas penales están en aptitud de cumplir con esos fines asignados.
Si bien el derecho penal puede tener un efecto persuasivo en algunas personas, también es cierto que existen otras determinadas a cometer delitos con independencia de conocer su prohibición o alta penalidad. La clave para ellos está en no ser descubiertas, en no dejar pistas para procurarse impunidad. Quien colabora de tiempo completo en un grupo delincuencial no se sienta en las mañanas a revisar los incrementos a las penas para decidir si sigue o no cometiendo delitos.
Si bien el derecho penal no persuade satisfactoriamente, también es imposible que se castiguen todos los hechos delictivos. Esto se debe a varias razones: la primera es que no de todos los delitos se tiene noticia, pues no todos se denuncian. De hecho, la cifra de delitos no denunciados suele rebasar por mucho a la de los que sí. La segunda es que aun cuando los delitos sean denunciados, existen casos donde no se cuentan con datos probatorios para ser corroborados. Por ejemplo, porque han transcurrido varios años desde que se cometieron. En tercer lugar, aun cuando se tengan todas las denuncias y todas las pruebas, no se cuenta con el personal ni las cárceles suficientes para trabajar todos los casos.
En pocas palabras: siempre habrá delitos que no serán castigados. De hecho, sólo se castigan las conductas dañosas con base en una selectividad. Por un lado, las y los legisladores eligen las conductas lesivas que serán consideradas delitos (principio de legalidad). Luego viene la selectividad más importante por ser directa a la población: las policías investigadoras y órganos de acusación seleccionan los casos prioritarios que suelen ser aquellos que tienen mayor probabilidad de éxito o que implican una presión social.
Una vez pasados estos filtros, hace falta pasarlos por uno tercero y último que es el de la selectividad judicial. Es decir, una vez que el caso sea sometido a la consideración de un juez o jueza, y ejercido el derecho de la defensa de contradecir las hipótesis acusatorias, se decidirá –seleccionará– qué casos sí cumplen con un suficiente estándar probatorio (más allá de duda razonable) para imponerles una condena.
Si así funciona el derecho penal, entonces, ¿cuál es el fin que se le debe asignar? Para ello es importante tener presente que tanto los particulares como el Estado son susceptibles de cometer delitos, con la diferencia de que el Estado detenta lo que se conoce como poder punitivo o facultad de castigar y los medios para hacerlo posible. De ahí que existe también una necesidad de limitar ese poder para evitar que sobrepase su uso legítimo.
De esta forma, como primera finalidad, el derecho penal debe controlar el poder del Estado. Es decir, debe evitar que ese poder sea utilizado indiscriminadamente porque, lejos de prevenir vulneraciones de derechos, se incrementarían. Eso pasa cuando con el afán de esclarecer los hechos se recurre a la tortura, al ingreso a domicilios sin orden de cateo o detenciones arbitrarias. De esta forma es claro que no sólo se previenen delitos (que ya ocurrieron), sino que se cometen otros en aras de imponer un castigo.
¿Cómo se controla el poder del Estado mediante el derecho penal? Le asigna campos claros de actuación: se deben describir con claridad las conductas prohibidas, los límites en los actos de investigación, entre otros. Por ejemplo, no serviría la información probatoria obtenida violando derechos porque se declararía ilícita en un proceso penal. Así, el derecho marca los límites en la actuación del Estado. Y aunque estos se encuentran en constante tensión, si los eliminamos con el pretexto de buscar mejorar la seguridad, sería a costa de las libertades de las personas a través de torturas, detenciones arbitrarias, ingreso indiscriminado al domicilio o escuchas judiciales.
Un escenario de total control del Estado, con presunciones de culpabilidad, libertad para torturar, o sin derecho a una defensa adecuada, si bien podría prevenir delitos particulares, aumentaría exponencialmente las vulneraciones a cargo de agentes estatales. Por eso cualquier reforma al sistema penal debe tener en cuenta la realidad de su funcionamiento para establecer finalidades que sean posibles de alcanzar, y que mantengan un adecuado equilibrio entre la imposición del castigo y las libertades fundamentales.
El autor es investigador del Centro de Educación para los Derechos Humanos de la Academia IDH @JLValdesRDerechos Humanos s. XXI