Una historia verde, pero para nada ecológica...

Politicón
/ 25 junio 2017

Una vez terminado de leer el libro uno reconoce que la documentación consultada es abundante y hay un extenso apartado de notas"

Por: Jesús de León

El libro que hoy presentamos aborda un tema de actualidad que, en realidad, nunca ha dejado de tener vigencia de un modo o de otro a lo largo de la historia del País y en la sociedad mexicana: el tema de esa célebre hierba, cuyo nombre genérico es cannabis, y que en México todos conocen como mariguana. 

Últimamente lo que la ha puesto a la mota sobre el tapete de las discusiones tiene que ver con su uso con fines medicinales y, a través de éste, las posibilidad de su legalización, aunque en este caso no estaríamos refiriéndonos tanto al consumo de la hierba en sí, sino al de esas sustancias derivadas de la misma que pueden utilizarse como parte de medicamentos que sirvan para el tratamiento de enfermedades como el cáncer, el sida, el glaucoma y ciertas formas muy agresivas de epilepsia.

El descubrimiento de las propiedades medicinales de la mariguana no es algo nuevo. Las culturas indígenas ya conocían las propiedades de otras hierbas y por supuesto también lo hicieron con la mariguana cuando entraron en contacto con ella. 

Pero la mariguana, como ocurrió con otras plantas, como la amapola o el peyote, tenían un lado “recreativo”, como se dice actualmente. Las culturas indígenas resolvieron utilizarla como parte de sus rituales sagrados y en esas andaban muy contentos cuando llegó Hernán Cortés y con él la cultura y los valores de la sociedad católica y así fue como dejamos de venerar a los indios verdes y nos postramos ante Isabel la Católica esquina con Artículo 123.

Enrique Feliciano, un poco para darle al lector un contexto que le permita tener un panorama más amplio sobre el tema, aporta sus propios puntos de vista en esta acalorada discusión, abre las ventanas y deja que se le quite el tufo de satanizada pachequez que emana de un tema como este en su libro República pacheca (nótese que no es una república habitada por descendientes de José Emilio Pacheco) el cual lleva el subtítulo de Crónica de la marihuana en México: 1492-2015.

El autor hace un ameno repaso histórico de la vida y milagros de la cannabis, desde que llegó a México, según Feliciano, a bordo de las carabelas del navegante genovés Cristóbal Colón (o séase, digo yo, que la Niña, la Pinta y la Santa María ya eran pachecas y que el 12 de octubre, además de ser Día de la Raza, debe ser celebrado como el Día de la Hierba: éste sí es el verdadero lado borroso de la historia) y, después de asestarle esta primera pedrada al rostro de la historia oficial, Enrique Feliciano (más Feliciano que el otro que se llama José) va señalando en las diferentes etapas de la historia de México, los momentos en los que la yerbita asoma sus verdes puntas en el rincón menos pensado.

El uso médico del cáñamo es registrado por primera vez en 1722 en el Florilegio medicinal de todas las enfermedades, del jesuita Juan de Esteyneffer, quien señala “que el cáñamo se usaba en horchata mezclada con la semilla para curar la gonorrea”. Imagínense, en lugar de usar condón se echaban una horchata pacheca. No olvidemos que la gonorrea también la trajeron los conquistadores, así que puede decirse que ellos primero nos impusieron el mal y luego trajeron el remedio.

¿Cuántas veces no hemos visto eso? Aunque en muchos casos no era fácil distinguir cuál era el mal y cuál era el remedio o quienes eran el mal y quienes eran el remedio. No olvidemos, saltillenses, que a nuestra célebre escuela de verano a donde supuestamente venían a aprender los gringos, algunos estaban ya tan amañados que no había cátedra doctoral que los sacara de su aturdimiento: “Cuanta atención me pone Mr. Petterson cuando doy mi cátedra sobre el romanticismo de Manuel Acuña”. “Sí, ¿verdad? Y no se quita los lente oscuros ni para ir al baño”.

La hierba pasó por los siglos 17 y 18 como remedio casero de venta en las boticas y salvando una restricción y otra llegó hasta finales del siglo 19 donde empiezan las prohibiciones más en serio. Feliciano señala que en 1896 se publicó en la Ciudad de México el Código Sanitario donde se asienta que la Policía de Salubridad combatiría la mariguana que todavía se despachaba de manera cotidiana (p. 31) y tenía que ser precisamente el genio popular el que reaccionara ante estas prohibiciones en la figura del grabador don José Guadalupe Posada, quien en 1922 inventó un personaje llamado Don Chepito Marihuano, caricatura en la cual se representaba al seudo intelectual de clase alta: elegante y bien peinado, aventurero, galante con las mujeres casadas y, por supuesto, mariguano.

Desafortunadamente para los simpatizantes de Don Chepito, lo que creó el célebre grabador hidrocálido fue una especie de modelo, de estereotipo, que les serviría a las autoridades civiles para perseguir a los consumidores de la hierba, un poco como lo que pasaría muchos años más tarde con los hippies: todo aquel que utilizara el pelo largo, la barba crecida, usara morral, ropa indígena y huaraches de llanta, aunque no estuviera fumando, era automáticamente sospechoso de ser grifo y le gustara o no se le aparecía Juan Diego y chupaba Faros.

Sabemos que después del porfiriato, la mariguana dejó de ser un producto aristocrático y se levantó en armas. Gracias a la novela de la Revolución, esta etapa de la historia de México es bastante conocida. Que la tropa fuma mariguana, lo sabía. 

Que las soldaderas cargaban por un lado al niño en el rebozo y por el otro la mota en las cananas, no lo sabíamos pero eso explica muchas cosas, entre ellas por qué el güerco no chillaba ni en lo más duro de la batalla.

En cuanto al consumo de la mariguana durante la rebelión cristera el autor no se atreve a afirmar de un modo directo que los soldados de Cristo Rey la fumaran, se limita a apuntar: “Los cristeros combatían sacrificándolo todo por su religión” (p. 41), así que si aguantaban la respiración, antes de soltar el primer disparo, de seguro era ad maiorem dei gloria (sea por Dios).

Los demás temas del libro se adentran en territorios muy conocidos. La mariguana en el teatro y en el cine. Su consumo entre artistas e intelectuales y gente de la farándula. Quizá a estas alturas del libro sea digno destacar el dato del intento fallido del expresidente Lázaro Cárdenas de legalizar la mariguana en 1940, iniciativa que tuvo que ser derogada a los pocos meses, debido a presiones del Gobierno de Estados Unidos, encabezadas por Franklin Delano Roosevelt (pp. 45-46), quien al acer esto resultó ser más Del-ano que Roosevelt, como bien observaría Salvador Novo, en un epigrama que le dedicó:

Porque mueren la paloma y el milano y en la casa del vecino descubro gran desatino también se muere Delano…

Hay que considerar que los norteamericanos todavía estaban dolidos con México por la reciente expropiación petrolera, así que es probable que mientras su esposa Eleanor lo paseaba en silla de ruedas por la Casa Blanca, Franklin, mascando su puro, pensara: “Que tengan el petróleo y además se pongan pachechos, es demasiada felicidad”.

A pesar de los pesares todos se han recreado en el verdor de esta hierba. Entre los personajes que enumera Enrique Feliciano se encuentran Agustín Lara, Porfirio Barba Jacob, Tin Tán, Chicoché (tons qué quien pompó), el Púas Olivares, Frida Kahlo y Diego Rivera (y también Siqueiros, que no se haga)… Intelectuales como Salvador Elizondo, Octavio Paz y Gabriel García Márquez, para no hablar de personajes más cercanos al tema en su literatura, como Parménides García Saldaña o José Agustín u otra, célebre en esa época, que eseñaba, Isela Vega. 

 Y qué decir de músicos como Carlos Santana, Javier Batis o Alex Lora… ¡Pues qué viva el rocanrol!

Una vez terminado de leer el libro uno debe reconocer que la documentación consultada es abundante y hay un extenso apartado de notas. La exposición se antoja amena. En este libro también se habla del debate en la Suprema Corte, aunque el capítulo relativo a dicho debate sea el más breve de todos.

El usos medicinal ha sido aprobado, pero obviamente hay una serie de reglamentaciones que se tienen que seguir, porque no se trata del consumo directo de la cannabis, sino de la autorización para la fabricación y venta de medicamentos que contengan entre sus componentes sustancias derivadas de la cannabis, a esto es a lo que se le llamaría uso manufacturero, es decir que sean medicamentos fabricados por laboratorios autorizados por el gobierno y que tales medicamentos se utilicen única y exclusivamente para el tratamiento de las enfermedades para las cuales el médico ha prescrito dichos fármacos y no la hierba en sí, sino las sustancias derivadas de la planta.

El uso recreativo todavía está sujeto a discusión y es muy probable que el debate, tanto entre las autoridades correspondientes como entre el público en general se prolongue todavía por un largo, largo, largo choro (digo tiempo).

Enrique Feliciano H., República Pacheca. Crónica de la marihuana en México: 1492-2015, Ediciones Proceso, México, 2016, 192 pp.

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