Poner el cuerpo: ética, política y honestidad en las teatralidades contemporáneas
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Hablábamos hace poco del cuerpo. De cómo según la época y el tipo de teatro ese cuerpo se modifica. Hablábamos también de cómo hoy en día, al tiempo en que en la vida y los cuerpos se diversifican, en el teatro se comienzan a explorar ya no sólo las implicaciones del cuerpo como herramienta expresiva del arte, sino las implicaciones éticas del cuerpo en el arte en su faceta de activismo político.
Este cuerpo, se dice, ya no es el del artista virtuoso, sino el de los espacios comunes en los que sucede la vida, porque los espacios que este artista ocupa son esos. La acción de estos cuerpos, entonces, ya no es tan juzgada por su elaboración estética, sino desde el acto como acto político, entendida dentro de un contexto mucho más complejo que el de la obra de teatro en la sala tradicional.
Se puede criticar a este artista, quizás, como falto de disciplina; alguien que usa el trabajo con lo real como pretexto para evitar el rigor del entrenamiento teatral. Y, sin embargo, el cuerpo de este artista es un cuerpo que también tiene que estar preparado, aunque de formas distintas.
Se dice que hacer teatro implica poner el cuerpo. Me parece, pues, que no hay nada más riesgoso que poner ese cuerpo al servicio de un teatro o de un performance de intervención ciudadana; un cuerpo que se ofrece en el campo de lo real, porque su compromiso es con la señalización y con el testimonio. Los teatros que trabajan con la irrupción de lo real, con el trabajo documental y también la performance art, son naturalmente campos que piden un cuerpo menos “adornado” – por decirlo de alguna manera – pero más dispuesto a ser colocado en riesgo.
Al estudiar este tipo de teatralidades nos podemos encontrar con una problematización de la presencia que supera al entendimiento de ésta como la fisicalidad del actor en vivo. Existe en la presencia, como señala Ileana Diéguez, una eticidad del acto, la responsabilidad de estar en un espacio público y de encontrarse en ese espacio no sólo como actor, sino como ciudadano. Todo acto escénico y toda manifestación teatral tienen una dimensión ética, sin embargo, esto es mucho más fácil de percibir en el teatro y en la performance que se colocan a sí mismas como formas de activismo social, porque es más fácil en estos casos percibir que es otro ser humano el que devuelve la mirada.
Es aquí que se percibe que en realidad el cuerpo del actor y del performer ya no es, entonces, un cuerpo solitario pensado para ser contemplado. El cuerpo del artista se funde en la presencia con otros cuerpos, los de los espectadores que ya no contemplan desde una distancia segura, sino que comparten los espacios. El espacio liminal, del que Diéguez tanto habla en sus trabajos aparece en momentos como este, en los que el cuerpo del performer puede ejecutar acciones y ser espectador del otro que, aunque de otra forma, también acciona en el espacio. Es así que los cuerpos forman communitas temporales, más allá de los aparatos de poder que intentan regularlas. Maneras – aunque efímeras por su duración temporal – capaces de hacer frente a las relaciones de dominio que buscan poseer y controlar dichos cuerpos.
Y si pareciera fácil encontrar estos cuerpos “no-virtuosos” – básicamente porque ya hemos nascido con uno de ellos – en realidad encontrar el valor para develarlo, así, en su imperfección característica, es bastante complicado. Existe, decíamos arriba, otro tipo de entrenamiento necesario en estos casos porque se vuelve necesario descodificar el cuerpo. Ser auténtico de verdad es más complicado que parecer auténtico, pues no sólo los actores y actrices han sido educados para presentar un cierto tipo de cuerpo según la necesidad. Todo ciudadano promedio efectúa sus propios actos de representación todo el tiempo.
Entonces volvemos a la honestidad, ese tema que en los cuerpos tantos otros creadores han buscado, y que, aunque cada uno lo interprete de diferentes formas, busca esencialmente lo mismo: conectar con el otro. Porque el cuerpo, no lo olvidemos, somos al final nosotros mismos, habitando una dimensión capaz de comunicar más allá de las palabras.