Profunda abundancia

¿Quién no quisiera hallar un gran tesoro? ¿Qué corazón no anhelaría descubrir un campo repleto de diamantes? ¿Quién no estaría dispuesto a dejar atrás lo conocido a cambio de riquezas incalculables?
La vida, con su inagotable ironía, nos muestra que muchos emprenden largas travesías en busca de minas colmadas de oro y piedras preciosas, abandonando cuanto ya poseen, sin advertir que llevan consigo un equipaje ya rebosante de joyas. Sin reparar en que, en lo más hondo de su ser, guardan semillas de dones que Dios sembró desde antes de la concepción de la vida misma. Sin notar que la verdadera fecundidad clama por florecer en sus familias, que la riqueza más pura habita en sus comunidades, aguardando simplemente ser reconocida.
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Es una verdad innegable: no solo despreciamos lo que poseemos, sino que, con frecuencia, nos lamentamos por lo que nos falta. Nos cegamos ante la gratitud, incapaces de ver la abundancia que nos rodea, la dicha de lo ya vivido y gozado. Bien lo decía Khalil Gibran: “La ocasión en que más me aborrecí fue cuando me quejé por no tener zapatos y vi a un hombre que no tenía pies”.
CEGUERA
Nietzsche, con su mirada implacable sobre la existencia, nos advierte que “el hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”. Y quizá, en esta búsqueda incesante de lo que creemos que nos falta, terminamos riendo con amargura, sin darnos cuenta de que la mayor miseria no es la carencia, sino la ceguera.
Porque, quizás, la auténtica fortuna no se encuentra en lejanos parajes ni en quimeras inalcanzables, sino en la riqueza de lo ya entregado, en los talentos latentes, en el amor que nos habita y en el que podemos ofrecer a aquellos que viven en la ausencia de manos tendidas.
Porque la verdadera abundancia no se mide en lo que acumulamos, sino en lo que compartimos. No reside en lo que anhelamos, sino en lo que somos capaces de dar. En ese gesto silencioso de generosidad, en la mirada que cobija, en la palabra que consuela, en la presencia que sana.
Porque las mayores riquezas no se hallan en el oro enterrado ni en los diamantes escondidos en las entrañas de la tierra, sino en el brillo de un corazón dispuesto, en la luz de una vida que, en su humildad, ha aprendido a ser hogar para los demás. Porque la mayor abundancia reside en la capacidad de desprendernos de lo no esencial.
LÁGRIMAS
La vida es siempre paradójica. Infinidad de seres humanos claman bendiciones, imploran riquezas, suplican vanas oportunidades, sin darse cuenta de las que ya les han sido otorgadas. Anhelan tesoros en tierras remotas sin advertir que, bajo sus propios pies, yace la fortuna que han despreciado.
John Steinbeck, en su magistral obra “Las uvas de la ira” (1939), nos pinta el drama de aquellos que, despojados por la miseria y el abandono, dejan atrás sus hogares, renuncian a sus raíces, a los campos que jamás cultivaron, a las tumbas donde reposan sus mayores, todo en busca de un edén que muchas veces se disuelve en muerte, en explotación, en la indiferencia de un mundo que los rechaza. Migraciones teñidas de lágrimas, de silencios que gritan nostalgia, de arrepentimientos tardíos por haber cambiado la certeza de su historia por la promesa de un futuro incierto. Tierras fértiles que quedan huérfanas, esperando el regreso de quienes nunca vuelven.
RECONOCER
Russell Herman Conwell (1843-1925) que fue fundador de la Universidad de Temple en Filadelfia, predicaba que la clave del éxito no estaba en viajar a tierras desconocidas ni en esperar golpes de suerte milagrosos, más bien enseñaba que cada persona tenía dentro de sí los recursos para triunfar, siempre y cuando aprendiera a mirar con atención su entorno, a reconocer el valor en lo que ya poseía y a trabajar con inteligencia y determinación pues en ocasiones la riqueza ignorada se transforma en pobreza.
ACRES DE DIAMANTES
Conwell en su famoso escrito Acres de diamantes, narra la historia de Ali Hafed, un hombre que, sin haber perdido nada, se sintió pobre por el temor de serlo. Y ese miedo, más poderoso que la realidad misma, lo llevó a dejarlo todo. Se convirtió en un expatriado de su propia prosperidad, en un emigrante voluntario de la fortuna que ya poseía.
En su hogar, Ali Hafed tenía campos fértiles y una vida plena, hasta que un sabio sacerdote le habló de los diamantes. “Un diamante es la gota congelada de un rayo de sol”, le dijo. “Si tuvieras un diamante del tamaño de tu pulgar, podrías comprar un reino entero. Si tuvieras una mina de diamantes, tu riqueza sería inconmensurable”.
Esa noche, lo que antes le parecía suficiente se tornó en miseria. Un anhelo febril se apoderó de su alma: ¡Necesito una mina de diamantes! Al amanecer, vendió sus tierras, dejó a su familia al cuidado de un vecino y emprendió la búsqueda de aquello que creía necesitar. Caminó por tierras lejanas, gastó su fortuna, perdió su vigor y, finalmente, encontró la muerte en la miseria.
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Mientras tanto, el hombre que compró sus tierras llevó un día su camello a beber agua en el jardín. Al sumergir el hocico en el arroyo, removió la arena blanca y, entre los reflejos del sol, quedó expuesta una piedra negra que despedía destellos multicolores. Alguien más habría ignorado ese brillo, habría pateado la roca sin más, pero aquel hombre la recogió y la llevó a su casa.
Tiempo después, el mismo sacerdote que había inspirado el éxodo de Ali Hafed pasó por ahí y, al notar la piedra, exclamó: “¡Un diamante! ¿Ali Hafed ha regresado?”
No, Ali Hafed jamás volvió. Y la piedra no era la única. Cavaron en las arenas del arroyo y encontraron infinidad de gemas, cada una más valiosa que la anterior. Habían descubierto la legendaria mina india llamada Golconda, de donde salieron diamantes que hoy adornan las coronas de reyes y emperadores.
Si Ali Hafed, en lugar de abandonar su hogar, hubiera cavado en su propio jardín, habría encontrado la fortuna que anhelaba. No habría muerto en tierras extrañas, no habría padecido hambre ni frío, no habría sido consumido por la angustia de una búsqueda sin sentido.
QUIZÁ...
Para Conwell, esta historia no era solo una fábula, sino una metáfora de la vida misma. La lección es clara: lo mejor ya lo poseemos. Los verdaderos diamantes no están en lo lejano, ni en lo ajeno, ni en la quimera de lo que podría ser. Resplandecen en lo que ya es, en lo que hemos construido, en las oportunidades que muchas veces pasamos por alto.
El mensaje sigue vivo, recordándonos que, tal vez, lo que hemos estado buscando con ansias ha estado siempre allí, esperándonos, oculto bajo nuestros propios pies. Porque la fortuna no siempre brilla con el fulgor del oro; a veces, se presenta humilde, quizá como un reto; quizá, como una adversidad disfrazada de fracaso; quizá, como una semilla aún no germinada.
Nietzsche ya lo advertía: “No es la falta de felicidad lo que hace al hombre miserable, sino la falta de significado”.
TRAGEDIA
Una terca contradicción de la existencia es que, con frecuencia, buscamos fuera lo que ya tenemos dentro. Nos empeñamos en perseguir quimeras, creyendo que la plenitud se encuentra en lo distante, cuando en realidad, la auténtica abundancia no es superficial ni ostentosa, sino profunda. Se arraiga en el significado, en la gratitud, en la capacidad de reconocer lo que ya nos ha sido dado. Brota en lo cotidiano, en las circunstancias que ignoramos, en la riqueza silenciosa de lo que es, de lo que tenemos y de lo que estamos construyendo, pero que no valoramos.
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Y quizás una de las mayores tragedias humanas no sea la escasez, sino el desconocimiento de la propia riqueza, al perdernos en la ilusión de lo que nos falta, en el anhelo de lo distante y desprecio a lo cercano.
Ignoramos las ventajas de las “desventajas”, sin comprender que, muchas veces, son las grietas las que permiten que se filtre la luz divina. Que es en la aparente carencia, en la fragilidad y la vulnerabilidad donde yace la más profunda abundancia. Pero pocos, desafortunadamente, lo comprenden.
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