El niño que aprendió a obedecer

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Existe un libro extraordinario titulado Matar un ruiseñor, escrito por Harper Lee, cuya publicación le otorgó reconocimiento mundial y la hizo merecedora del máximo galardón literario en los Estados Unidos: el prestigioso Premio Pulitzer.
Publicado en 1960, hoy es considerada una de las obras más trascendentales de la literatura estadounidense y un referente ineludible en la lucha contra el racismo y la injusticia social. Narra con precisión cómo las pasiones, creencias y prejuicios de los adultos que rodean a los niños moldean su inteligencia y carácter, dejando una huella indeleble en sus vidas, ya sea para bien o para mal.
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Harper Lee, con maestría, nos muestra que los niños, lejos de ser meros espectadores inocentes, absorben y reflejan con inquietante claridad los amores y odios, las grandezas y miserias que descubren en el alma de los adultos. Detrás de su aparente ingenuidad, son capaces de interpretar, sentir y, en ocasiones, reproducir los mismos egoísmos y heroísmos que los rodean.
Matar un ruiseñor es más que una historia. Es una advertencia. Nos recuerda que cada vez que elegimos el prejuicio sobre la compasión, la indiferencia sobre la justicia, estamos matando un ruiseñor. Y el mundo, con cada uno que pierde, se vuelve un lugar más silencioso.
La autora evidencia con crudeza la inmensa responsabilidad que recae sobre padres y maestros en la formación de los niños, pues aprenden más del testimonio que de las palabras, más de los hechos que de cualquier sermón.
La infancia no es una etapa de ignorancia, sino de absorción implacable, donde cada acción adulta se convierte en un modelo a seguir o en una advertencia silenciosa sobre el mundo que habrán de enfrentar. Es, principalmente, en la infancia donde se puede erosionar el potencial creativo de las personas.
¿CUÁNTAS VECES?
Menciono lo anterior porque este libro se me vino a la mente mientras escuchaba una canción de Harry Chapin llamada All the Flowers are Red (Todas las flores son rojas), y pensé en establecer una relación entre el libro y esta canción.
El siguiente cuento puede ser útil para considerar cómo a menudo, especialmente los adultos, limitamos y condicionamos la creatividad no solo de los niños y jóvenes, sino también de las personas con las que trabajamos diariamente. Nos invita a pensar en las muchas formas en que, sin intención, restringimos el potencial de las personas que nos rodean.
EL CUENTO...
Este cuento se inspira en la canción de Chapin: “Había una vez un vivaz chiquitín que fue a la escuela por primera vez. Como él era muy pequeño la escuela le pareció muy grande. Sin embargo, con el paso del tiempo el pequeñito empezó a tener amiguitos y entonces la escuela ya no le pareció tan inmensa”.
Un día su maestra dijo: “Es tiempo de pintar así que ahora todos haremos una bonita obra de arte”. ¡Qué bien! -pensó el pequeño-, pues le gustaba dibujar y pintar y sabía que podía hacer toda clase de figuras: leones, tigres, gallinas, vacas, trenes y hasta grandes barcos. Así, entusiasmando, sacó de su mochila coloridas crayolas para emprender esa divertida aventura, pero justo cuando iniciaba se escuchó la voz de la maestra que advertía: “¡Un momento!, Aún no es tiempo de empezar”. El pequeño obedientemente esperó hasta que, de nuevo, la maestra sentenció: “Pongan atención: ahora todos juntos dibujaremos unas lindas flores”.
¡Qué bien! -pensó el niño-, pues le gustaba mucho pintar flores de vivos colores. Así como los del arcoíris. Al comenzar a pintar unas grandes flores, se volvió a escuchar la voz de la maestra: “¡Esperen! Yo les enseñaré la manera en que pintan las flores”. Acto seguido la profesora trazó en el pizarrón una flor, pintando sus pétalos de color rojo y el tallo de verde intenso.
Muy pronto el pequeño aprendió a esperar las instrucciones y hacer su trabajo exactamente como le decía su profesora. Su entusiasmo se apagó, su arcoíris lentamente empezó a desvanecerse.
PÉRDIDA
Pasó el tiempo y al llegar el fin del curso el niño -aun cuando obtuvo las mejores calificaciones del grupo- el pequeño no se sentía muy feliz. Ya no disfrutaba pintar como antes, tampoco le gustaba jugar con la plastilina, ni emprender ideas inspiradas en sí mismo.
Para el siguiente ciclo escolar el pequeño se había mudado de ciudad, asintiendo a otra escuela que le parecía más grande que la anterior, dado que, para llegar a su salón, tenía que subir una escalera que le parecía interminable.
El primer día de clases su nueva maestra anunció a los pequeños: “¡Ahora todos pintaremos!, así que todos saquen su material y manos a la obra”. Los niños empezaron a pintar cuantas ideas se les venían a sus mentes; pero el nuevo alumno no hacía nada; sencillamente aguardaba muy asombrado del alboroto que ya reinaba en el salón.
El niño esperó a que la maestra le dijera qué debía hacer; pero, la profesora no daba instrucciones, solamente caminaba alrededor del salón mirando el trabajo de los pequeños.
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Cuando llegó a la mesa del niño, le preguntó con dulzura: -¿No quieres pintar? -¡Claro que sí! -respondió el niño-. Pero... ¿qué debemos pintar? La maestra sonrió. -Eso no lo sabré hasta que lo hagas. -¿Puedo pintar flores? -preguntó el niño-. -Por supuesto, respondió la maestra. Y puedes hacerlas del color que quieras. -¿De cualquier color? –sorprendido preguntó el pequeño. –Claro, afirmó la maestra, imagina que todos pintaran la misma flor con los mismos colores. ¿Cómo podríamos distinguir quién hizo qué?, ¿cómo aprenderíamos unos de otros?, ¿cómo conoceríamos la belleza que cada uno lleva en su corazón?
El niño guardó silencio. Miró la hoja en blanco. Tomó sus crayones y comenzó a pintar. Pintó una flor. Una flor de pétalos rojos con un tallo de verde intenso, exactamente como había sido enseñado. Eran los únicos colores que le quedaban en su arcoíris. Era la única imagen que su inspiración le regaló. No era de extrañar, el niño había aprendido a obedecer.
CONFRONTACIÓN
Ambas obras, Matar un ruiseñor y Flowers Are Red, nos confrontan con la fragilidad de la inocencia, inclusive de la juventud temprana, frente a las imposiciones del mundo adulto.
En la novela, Atticus Finch lucha contra una sociedad que intenta inculcar el prejuicio y la intolerancia en sus hijos. En la canción, un niño es condicionado a abandonar su creatividad en favor de un modelo impuesto. En ambos casos, los niños son moldeados por las reglas y expectativas de los adultos, limitando su libertad de pensar y sentir por sí mismos.
Nos invitan a cuestionarnos: ¿cuánto controlamos los pensamientos y emociones de las nuevas generaciones?, ¿qué impacto tienen nuestras imposiciones en su manera de ver el mundo?
Matar un ruiseñor nos recuerda que es un pecado destruir la pureza de un ser indefenso. Flowers Are Red nos muestra que esa destrucción no siempre es evidente; a veces ocurre en silencio, lentamente, hasta que el niño ya no recuerda cómo era ver el mundo con sus propios ojos.
ANTES
La vida florece en la diversidad. Las flores no son hermosas porque todas sean iguales, sino porque cada una tiene su propio color, su propia forma, su propia fragancia, su propia esencia e identidad. Dejemos que los niños y jóvenes inventen sus propias flores. Que las pinten como quieran. Que tracen su propio camino. Que aprendan a vivir y a caer. Porque al final, su destino no es el de sus padres ni el de sus maestros. Es el suyo.
Y ahora me persigue un pensamiento, me acosa, me atormenta: ¿Cuántos ruiseñores se apagan cada día en los hogares, en los salones de clase, en los espacios de trabajo?, ¿cuántos sueños mueren a diario bajo el peso de la televisión, el Internet y los juegos electrónicos?, ¿cuántas alas hemos quebrado sin siquiera notarlo? Tal vez sea momento de escuchar el canto de esos ruiseñores que nos habitan... Antes de que el silencio se vuelva insoportablemente silencioso.
cgutierrez_a@outlook.com