¿Qué significa realmente ‘deportación masiva’?
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¿Hasta dónde llegará el gobierno de Trump y con qué rapidez?
Por Dara Lind, The New York Times.
Si antes no te parecía que hablaban en serio, sin duda ahora tendrías que tomarlos en serio.
El equipo de Donald Trump ha interpretado su victoria como una orden para llevar a cabo lo que ha descrito como deportaciones masivas. Incluso antes de que Trump anunciara un candidato para dirigir el Departamento de Seguridad Nacional, nombró a Stephen Miller, quien tiene una postura de línea dura en materia de inmigración, como subdirector de política y asesor de seguridad nacional, y a Tom Homan —quien fue director interino del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) durante parte del primer mandato de Trump— como zar con sede en la Casa Blanca para supervisar “todas las deportaciones de extranjeros ilegales a su país de origen”.
Es tentador suponer que, tras su primer mandato y cuatro años más de planificación, Trump y su gobierno no encontrarán obstáculos para imponer su voluntad de forma rápida y total.
Pero eso no es cierto. Ninguna orden ejecutiva puede anular las leyes de la física y crear, en un abrir y cerrar de ojos, personal e instalaciones donde no existían. Las limitaciones de una operación de deportación masiva son logísticas más que legales. Deportar a un millón de personas al año costaría un promedio anual de 88.000 millones de dólares y una iniciativa única para deportar a toda la población no autorizada de once millones costaría muchas veces más... y es difícil imaginar cuánto tiempo llevaría.
Así que la cuestión no es si se producirá una deportación masiva, sino más bien hasta dónde llegarán Trump y su gobierno y con qué rapidez. ¿Cuántos recursos —por ejemplo, exactamente cuánto designará en la forma de financiación militar de emergencia— están dispuestos y son capaces de destinar a esta labor? ¿Hasta dónde están dispuestos a doblar o romper las reglas para cumplir sus cifras?
Los detalles importan no solo porque cada deportación representa una vida interrumpida (y suele ser más de una, ya que ningún inmigrante es una isla). Importan precisamente porque el gobierno de Trump no reunirá a millones de inmigrantes el 20 de enero. Millones de personas se despertarán el 21 de enero sin saber exactamente lo que les espera y cuanto más precisos sean la prensa y el público sobre el alcance y la escala de las iniciativas de deportación, más capaces serán los inmigrantes y sus comunidades de prepararse para lo que pueda venir e intentar encontrar formas para obstaculizar el proceso.
Se debe comprender que, en primer lugar, no es necesario ningún cambio en la legislación estadounidense para iniciar el proceso de deportación de cualquier inmigrante no autorizado en Estados Unidos. Estar en el país sin el estatus de inmigración adecuado es una infracción civil y la deportación se considera la sanción civil por ello. Al igual que hizo durante su primer mandato, es casi seguro que Trump dará instrucciones al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de que cualquier inmigrante no autorizado des blanco de arresto y que los inmigrantes que puedan ser deportados y por casualidad capture el ICE, aunque los agentes no estén buscando específicamente a esa persona, también podrían ser detenidos.
Los agentes del ICE ya tienen autoridad para llevar a cabo redadas en zonas residenciales y comerciales; la razón por la que no lo suelen hacer (ni siquiera durante el mandato de Trump) es que esas redadas necesitan mucha planificación para la cantidad de personas, a menudo baja, que realmente detienen. Requiere mucho menos esfuerzo simplemente recoger a los inmigrantes de las cárceles locales, por eso el ICE suele preferir trabajar con las fuerzas de seguridad locales. Dado que algunas policías locales están más dispuestas a cooperar que otras, esto hace que el riesgo de deportación sea un asunto de geografía.
Pero la detención de inmigrantes no es lo mismo que su expulsión.
Para la mayoría de los inmigrantes —quienes no han sido detenidos poco después de su llegada—, la expulsión no es un proceso rápido. Por lo general, conlleva el derecho de una audiencia ante un juez de inmigración, para demostrar que los inmigrantes carecen de estatus legal y que no pueden solicitar una ayuda (como el asilo). Mientras tanto, son puestos en libertad vigilada o retenidos en un centro de detención de inmigrantes.
En el año fiscal 2024, el Congreso dio al ICE el dinero para 41.500 camas de detención. Esto es insuficiente para cualquier cosa que constituya una deportación masiva. Los centros de detención adicionales pueden crearse cuando sea necesario, pero no de inmediato y a un costo más elevado (por ejemplo, debido a las licitaciones no competitivas de los contratistas) que la construcción de un centro de detención de la forma habitual.
Los tribunales de inmigración son famosos por sus atrasos, entre otras cosas porque es allí donde los solicitantes de asilo acaban presentando sus casos. (Una depuración inicial en la frontera puede descartar algunas solicitudes de asilo, pero con frecuencia —en especial durante el gobierno de Biden— los cuellos de botella en la fase de depuración pueden solucionarse moviendo a la gente directamente a la fase de los tribunales de inmigración, que no está menos atascada). A finales de septiembre, 3,7 millones de personas esperaban que se resolvieran sus solicitudes. Esto incluye a una abrumadora mayoría de gente que cruzó la frontera hace poco y cuya llegada durante la presidencia de Biden indignó tanto a Trump y a sus aliados. Pueden intentar acelerar la tramitación de sus casos ante los tribunales (aunque necesitarán gente —es decir, dinero— para hacerlo), pero no vale mucho la pena reunir a personas que ya están, legalmente hablando, en proceso de deportación.
Las únicas personas a las que se puede detener y expulsar con facilidad sin una audiencia judicial son las que ya han sido expulsadas de Estados Unidos, pero a las que se permite quedarse si acuden a controles periódicos. De hecho, esas fueron algunas de las primeras personas contra las que se actuó en 2017. El problema en este caso —y un problema para cualquier operación de deportación masiva— es que muchas de estas personas no fueron deportadas inmediatamente porque sus países no habían acordado aceptar vuelos de deportación desde Estados Unidos o habían limitado el número de deportados que aceptarían. Trump no tiene ningún problema en utilizar cualquier garrote diplomático disponible para conseguir que otros países cooperen en la aplicación de las leyes de inmigración. Pero va a ser complicado argumentar al mismo tiempo que, por ejemplo, Estados Unidos está en una especie de conflicto con Venezuela que permitiría de algún modo la deportación de sus ciudadanos mediante la activación de la Ley de Enemigos Extranjeros (que requiere una guerra declarada o una “invasión” o “incursión depredadora” por parte de un gobierno extranjero), y también que Venezuela debe mostrar sumisión y permitir una gran cantidad de vuelos de deportación en su suelo.
El primer objetivo —quien corra más peligro en los días posteriores a una segunda toma de posesión de Trump— dependerá en parte de cuál de estos problemas aborde primero el gobierno. Si los funcionarios de Trump consiguen un avance diplomático con un país que antes se consideraba recalcitrante, es de esperar que detengan a un gran número de personas en los controles del ICE y las deporten conforme las órdenes de expulsión existentes. Si no lo consiguen, es de esperar que las deportaciones se limiten a países que, por lo general, ya están dispuestos a aceptar vuelos de expulsión de Estados Unidos (como México, Guatemala y Perú). Las personas que ya hayan tenido contacto con el sistema de justicia penal son objetivos atractivos a nivel político, pero, si aún no han sido deportadas, tal vez sea porque sus casos son complicados y tengan que resolverse en los tribunales. Las personas que cuentan con una forma de estatus legal caducado o protecciones legales que el gobierno de Trump podría tratar de despojar, como el Estatus de Protección Temporal, pueden ser fáciles de encontrar, pero no serán rápidas de expulsar.
Muchos detractores de Trump tienden a obviar estas consideraciones, porque suponen que un segundo gobierno de Trump no tendrá ningún problema en violar la ley en masa para deportar a una gran cantidad de personas. Aunque fuera cierto, eso no los exime de las realidades logísticas: camas en los centros de detención, asientos en los aviones.
Que esta deportación masiva se producirá sin restricciones legales, responsabilidad ni supervisión no es de ninguna manera una premisa que deba aceptarse sin refutar. Porque resignarse de antemano a una visión maximalista de una deportación masiva ayuda a lograr el mismo objetivo: hacer que los inmigrantes sientan que no tienen otra opción que abandonar Estados Unidos.
Hay dos ocasiones anteriores en las que puede decirse que el gobierno federal estadounidense llevó a cabo deportaciones masivas: alrededor de las décadas de 1930 y 1950. Ambas supusieron unas condiciones horribles para las personas capturadas y deportadas y el desgarro de familias con derechos tanto en Estados Unidos como en otros países. Pero, en ambos casos, el gobierno federal acabó atribuyéndose el crédito de “deportar” a algunas personas a las que en realidad nunca les puso las manos encima: a quienes se les había presionado o aterrorizado para que se marcharan.
En la década de 1930, las redadas de alto perfilen Los Ángeles no lograron deportar a tantos inmigrantes: el verdadero impacto consistió en enviar el mensaje de que podían producirse redadas, lo que llevó a algunos inmigrantes a irse con lo que llevaban puesto y a muchos más a quedarse en casa y alejados de la atención de la gente. En 1954 y 1955, la llamada Operación Espalda Mojada probablemente detuvo y expulsó a menos inmigrantes de los que había expulsado el año anterior: los historiadores la consideran una campaña de relaciones públicas retroactiva a los esfuerzos del año anterior, pero que tuvo efectos propios. Un historiador calcula que, durante el primer mes de la Operación Espalda Mojada, 60.000 inmigrantes abandonaron Texas de manera voluntaria, más o menos tantos como los que el gobierno detenía en todo el país al mes.
Para quienes creen que Estados Unidos estará mejor si todos los inmigrantes no autorizados abandonan el país —sin importar cuántos niños nacidos en Estados Unidos tengan que llevarse con ellos para mantener unidas a las familias o cuántas comunidades estadounidenses sean vigiladas y afectadas durante años—, hacer que la gente tenga tanto miedo como para deportarse a sí misma es una forma cómoda y barata de lograrlo.
A la inversa, quienes no deseen ver cómo millones de personas abandonan Estados Unidos bajo coacción durante un segundo gobierno de Trump deberían hacer lo posible por impedir esa realidad. Eso empieza con una comprensión comprometida y clara de lo que está ocurriendo en realidad y con la voluntad de tratar los abusos de poder como una ruptura y una aberración, algo que puede, y debe, combatirse.
Pueden documentar y comunicar cuando el gobierno esté infringiendo la ley; presionar a las autoridades estatales y locales para que se nieguen a colaborar con los esfuerzos federales de expulsión, negándose a compartir información y en especial oponiéndose al despliegue del Ejército o la Guardia Nacional en el territorio de sus estados; y apoyar los esfuerzos para proporcionar representación legal a los inmigrantes.
Esta labor requerirá, sobre todo para quienes no sean inmigrantes, la promesa de no dejar que el pesimismo haga el trabajo del gobierno de Trump. El gobierno hará cosas que perjudiquen a la gente. Hará cosas que darán miedo.
Pero cuántas personas se verán atrapadas en una máquina de deportación, y con qué rapidez, no tiene para nada punto final. Es una pregunta cuya respuesta debería seguir interesando a un público que simpatiza con los inmigrantes. c.2024 The New York Times Company.