Recuerdos de otra invasión. Todo tiempo pasado fue igual

Saltillo nada pudo hacer para oponerse al avance de los yanquis. No contó, como Monterrey, con fuerzas de tropa para la defensa
El día 16 de noviembre de 1846 comenzaron a llegar a Saltillo las primeras avanzadas del ejército norteamericano. Habían entrado el día anterior en San Nicolás de la Capellanía, que es hoy Ramos Arizpe. Ninguna resistencia encontraron. Un mes y medio antes, el 30 de septiembre, estuvieron en Saltillo los restos de las tropas que inútilmente lucharon contra el americano en Monterrey. Se dirigían a San Luis Potosí, y permanecieron en Saltillo, aprovechando la tregua que con Taylor se había pactado, hasta el 5 de octubre.
Quedó en Saltillo solamente una guarnición de unos cuantos soldados al mando del coronel Rafael Velázquez, que al acercarse el término del armisticio se retiró también de la ciudad para unirse con Santa Anna en la capital potosina. Así, la ciudad de Saltillo quedó totalmente desguarnecida y sin posibilidad de hacer resistencia alguna al invasor.
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Hubo patriotas, sí, que se negaron a aceptar pasivamente la invasión. El ingeniero Pablo Cuéllar nos da una lista de ellos: Santiago Rodríguez, don José María Aguirre, de muy ilustre apellido, quien era cura y senador al mismo tiempo, don Víctor Blanco, Luis Goríbar, el coronel don Rafael Aguirre, Eugenio del mismo distinguidísimo apellido, y otros ciudadanos que luego enfrentarían a los americanos en hechos de armas muy sonados, mostrando así su entrañable amor a México.
En esta ocasión, sin embargo, Saltillo nada pudo hacer para oponerse al avance de los yanquis. No contó, como Monterrey, con fuerzas de tropa para la defensa. Los escasos pobladores de mi ciudad no podían por sí solos enfrentar a aquel poderoso ejército que avanzaba a paso de marcha contando para ello con todos los elementos de la guerra. Así pues, hubieron de resignarse a ver su ciudad ocupada por los americanos. No fue aquella culpa de omisión. Muy sabían defender lo suyo los saltillenses: apenas cinco años antes, el 10 de enero de 1841, combatieron ferozmente contra “los bravos bárbaros gallardos”, aquellos belicosos e irreductibles indios genéricamente llamados chichimecas que nunca se sometieron a la dominación hispana y que periódicamente bajaban de sus serranías o llegaban de las vastas llanuras que señoreaban para atacar con empecinada obstinación las poblaciones de los blancos.
En aquella ocasión atacaron a Saltillo en número más considerable, tanto que todavía hablamos los saltilleros de “la indiada grande”. Yo recuerdo a mis abuelos recurrir a la memoria de ese hecho como fasto para situar en el tiempo algún suceso: más o menos por el tiempo de la indiada grande. Pero a la llegada de los invasores del norte nada pudieron hacer, pues no contaban con soldados ni con armas para resistir a un ejército tan poderoso.
Comenzaron a llegar los americanos, pues, en aquellos primeros días de noviembre de 1846. Se les recibió más con curiosidad que con hostil disposición. Llamaron la atención de los saltilleros los lucidos uniformes de los yanquis, que vestían aquellas chaquetas verdes (green coats) que dieron origen al vocablo “gringos”. De ahí viene esa palabra, no, como se dice, del hecho de que los soldados americanos cantaran una vieja balada de origen inglés intitulada “Green grow the lilacs”. Asombraron también a mis paisanos los recursos variados y cuantiosos con que venían los americanos. Los soldados recibían su paga puntualmente y la gastaban con munífica prodigalidad, sobre todo en licores, pues gustaban de beber abundantemente: muy bien podía decirse que el tiempo que no estaban entregados a sus ejercicios lo dedicaban a empinar el codo bien y bonito.