Respetar al teatro: ¿preservación o estancamiento creativo?
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Existen por igual entre creadores, críticos y espectadores, personas que respetan demasiado al teatro. El respeto, parece, es algo tan loable como peligroso, porque pronto puede convertirse en miedo al cambio.
Siempre me sorprende el punto de vista de aquellos que toman al arte, pero sobre todo al teatro, como algo que debiera preservarse y reproducirse sin cambios. Primero, porque en el teatro ese esfuerzo resulta inútil, segundo, porque no entiendo, ni desde la óptica de espectadora ni la de creadora, el por qué alguien estaría interesado en ver algo que siempre es igual.
Tal necedad por la preservación se da en todas las ramificaciones del teatro y en todas las generaciones. Lo mismo existen puristas que defienden a capa y espada ciertos estilos clásicos y aquellos que en el teatro más comercial insisten en repetir siempre la misma fórmula. Los motivos para esta actitud podrían parecer bien distintos, pero al fin y al cabo terminan en lo mismo: Estancamiento.
Claro, los cultos que defienden que el teatro se haga de una forma específica parten de una reverencia hacia el legado de dicho arte; las ramas más comerciales, en cambio, pueden no entender la necesidad de innovar cuando la fórmula probada y aprobada parece funcionar tan bien. Pero, ¿es así realmente?, ¿es respetar al teatro el mantener sus modos y técnicas en una caja de cristal?, ¿es garantía de éxito presentar al público siempre lo mismo?
Al respecto, respetados creadores como Peter Brook, proponen en sus escritos que el discernir entre el mantener o no cierta manera de hacer las cosas radica en preguntarse si esa forma de actuar aún tiene significado para quien lo hace y para quien lo mira. Hace falta una buena dosis de realidad para enfrentarse a la idea de que las formas de hacer algo pueden ser solamente una bonita carcasa.
El director ponía de ejemplo la Ópera de Pekín, quizás por su cualidad de tradición milenaria y por el hecho de que cuando algunos cambios comenzaron a introducirse, no faltó aquellos que derramaran “cultas lágrimas”, especialmente occidentales que poco tenían que ver con la vida real de las personas en China. Y es que, si al teatro mortal, aquel del que hablábamos en la entrega pasada, Brook lo trataba de aburrido y falto de relevancia para el público, el teatro vivo, decía el autor “es siempre un arte auto-destructor y siempre está escrito sobre el agua”.
Aquellos que hemos elegido hacer teatro hemos elegido también aceptar la eterna condición de que lo que se crea, una vez hecho, ya se ha perdido. Esto es a lo que nos referimos cuando se llama al teatro de “efímero” e irónicamente, cual ave fénix, esto es lo que lo mantiene vivo.
Un teatro muerto no necesariamente lo está porque sea de mala calidad, sino porque ha perdido la vitalidad de lo irrepetible. Existen alrededor del mundo piezas que resultan de interés por su valor prácticamente arqueológico, por mostrar la hechura de una cosa del pasado, pero que poco pueden impactar en nuestro presente. Eso, como espectador, es perceptible porque uno puede confirmar que ha presenciado algo muy bello y valioso, pero no se puede hablar de un efecto más allá de lo contemplativo.
Como creador, el llegar al punto muerto de un proyecto es una escena aún más trágica; la de alguien que hace algo por costumbre, que ya no se pregunta que hay más allá. Un autómata repitiendo indicaciones hasta que un día descubre que más que entusiasmo hay cansancio y hastío. Les sucede a las producciones más contemporáneas y a las más tradicionales, porque la raíz de ésto no está solamente en las formas sino en la propia naturaleza del teatro, aunque ciertamente repetir métodos hasta el hartazgo pueda acelerar el proceso.
Para muchos, el destino inexorable del teatro puede parecer deprimente, para otros no es más que el reflejo del comportamiento que tiene la materia prima del teatro y que es la vida misma:
“Toda forma teatral es mortal, ha de concebirse de nuevo, y su nueva concepción lleva las huellas de todas las influencias que la rodean. En ese sentido, teatro es relatividad”.
Peter Brook, El espacio vacío.