El teatro mortal, o cuando el teatro no merece ser recordado

Opinión
/ 30 mayo 2024

Un hombre caminando en un espacio vacío mientras otro le observa puede ser considerado un acto teatral. Simple y complejo, el teatro puede ser muchas cosas.

Existe ese teatro que se considera dentro de los estándares del arte complejo – lo que quiera que sea eso – y existe ese otro teatro, más comercial, con el cual se tiende a no ser tan exigente porque parece que no tiene cabimiento serlo. El punto es, que no sé si eso es justo. ¿Está bien exigir una ejecución impecable de uno mientras subestimamos al otro? Me pregunto si dicha división es justa también y si el teatro no podría simplemente ser teatro.

La respuesta realista a mi pensamiento utópico podría ser que no, no se puede tener el mismo estándar para todo el teatro. Como cualquier arte contemporáneo que ha entrado en crisis, las corrientes – múltiples y diversas – definen lo que se puede o no se puede y, por ende, lo que es bueno y lo que es malo; más allá de los gustos.

Así, filosofando, fue que terminé releyendo El espacio vacío de Peter Brook, quien, por cierto, también ve la necesidad de pensar en “teatros”. Más específicamente, en cuatro tipos de teatro: el teatro mortal, el teatro sagrado, el teatro tosco y el teatro inmediato.

De entrada, llama la atención que al “teatro malo” Brook le llame de mortal, como si fueran todas aquellas experiencias que por su irrelevancia están destinadas a ser olvidadas. Es triste también leer – y comprender que puede ser cierto – que éste es el tipo de teatro que es visto por más gente y con más frecuencia. Y es que la clasificación no se refiere solamente a muchas de las manifestaciones del llamado “teatro comercial” sino que según Brook puede llegar a impregnar a la ópera, a la tragedia, a Molière y a Shakespeare por igual. Porque lo que hace al teatro mortal es que aburre.

Complicado es evitar al teatro mortal, porque, aunque parece simple su definición, las trampas son muchas. No es la menor de ellas que el arte tenga algo de elitista, y que eso le permita el beneficio de la duda a obras aburridas que, sin embargo, se apegan a las tendencias de lo que en el momento se considera adecuado. Dice Brook “un adecuado grado de aburrimiento supone una tranquilizadora garantía de acontecimiento digno de mérito”.

Esta última afirmación, por cierto, coloca una gran responsabilidad en el espectador: la de no dejarnos engañar por prestigios, expectativas y presiones externas. Uno debería ser capaz de aceptar cuando algo no le ha gustado, no porque no esté de acuerdo con la corriente o con el tema y sí porque simplemente no le ha agregado nada significativo a su vida.

A manera inversa, como creadores deberíamos cuidar todo aquello que ponemos en escena. La vieja impronta de “lo que no aporta, se va” debería ser recordada con más frecuencia. Olvidémonos un poco de los recursos de lo estético por lo estético y comencemos a pensar si lo que estamos proponiendo es algo que agrega sentido, no necesariamente en forma de discurso, pero sí en forma de vitalidad.

Cabría recordar, que lo que está vivo siempre cambia. Sea un Shakespeare o una obra propia, creer que todo está dado y dicho es la verdadera sentencia de muerte. Y, sin embargo, los hay en todas las corrientes, personas que se aferran a una cierta manera de hacer las cosas porque lo dice una supuesta tradición o porque alguien lo hizo así la primera vez y después nadie más se atrevió a cambiarlo.

Si no se puede juzgar a todo el teatro con la misma vara, Peter Brook nos proporciona por lo menos una nueva vara para medir. Una que por lo menos parece tener más sentido porque se deshace de un montón de reglas y apela al sentido común: una obra no puede ser buena y fútil al mismo tiempo, no importa quien la haya hecho. Si usted se siente como muerto en vida mientras ve una obra, probablemente es porque la obra ya está muerta.

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