Síndrome de la vida perdida

Opinión
/ 19 octubre 2021
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Pasa que cuando alguien empeña su nombre, su prestigio social, profesional y una buena parte de su vida en una creencia, va a ser muy difícil o hasta imposible que reconozca su equivocación en caso de que dicha creencia sea errónea, así exista una aplastante cantidad de evidencia que la contradiga.

Pensemos por ejemplo en el Gran Chasco o la Gran Decepción del Movimiento Millerita.

William Miller era un predicador laico estadounidense y estudioso de la Biblia que comenzó a hacer conjeturas basadas en los números de su libro sagrado y llegó a la conclusión de que Cristo regresaría el 21 de marzo de 1843 (horario sujeto a cambios por la disponibilidad de los trenes), lo que marcaría el final de los tiempos.

Y nada de particular habría tenido un chalado más en este mundo. Pero sucede que convenció a un buen número de vecinos e incautos, incluso a varios sacerdotes, de sus afirmaciones.

No fueron pocos los que, confiando en los cálculos de Miller, decidieron abandonarlo todo para ir a recibir como se merece a Diosito Jr. (con un fuerte aplauso, listos para ascender con Él a la Vida Eterna), vendieron sus bienes, propiedades, liquidaron en la tiendita, cancelaron el internet y rompieron vínculos con amigos, familiares y conocidos que no atendieron el llamado: “¡Ja! ¡Hasta nunca losers!”. Les mandaremos una postal del Paraíso”.

Pasadas las 8 de la noche, los “millerianos” comenzaron a inquietarse. “Se me hace que ya no vino”, dijo uno como a eso de las 10:30.

-¿Bueno y de aquí a dónde?- Dijo finalmente Miller cuando los primeros rayos del sol matinal comenzaban a incomodarle.

-Podemos ir a desayunar a mi cas...- Tuvo que contenerse aquel pobre infeliz que quería hacer una generosa invitación, pues recordó que había vendido casa, parcela, animales y gastado todo en un sombrero nuevo para recibir a Jesús. -No, nada...

Créalo o no, toda esa gente, lejos de agarrar a pamba a Miller, decidió aceptar la nueva fecha que el profeta les ofreció:

“La cagué, sí, pero por un error de dedo. Ahora sí, sin falta, va a ser en la fecha señalada, pero el año que entra, 1844. Entonces... ¿Es una cita, muchachos?”.

Cabe aclarar que Miller no era un embaucador. Es decir, claro que estaba más extraviado que una babosa en la autopista, pero no se dedicaba a lucrar con su charlatanería y con la credulidad de la gente. No, él honestamente creía en cuanto disparate alumbrara su sesudo estudio de las Escrituras y lo compartía de buena fe.

¿Y qué cree, juicioso lector, potable lectora, que fue lo que ocurrió el 21 de marzo de 1844? ¡Pues eso! ¡Nada! ¡Absoluta pinchesmente nada! La primavera llegó puntual, pero del Hijo del Hombre ni sus luces.

-¿No es Jesús aquel que viene allá a lo lejos?

-Hmmm... No, es otra vez el que nos vende refrescos y bocadillos.

Miller siguió posponiendo el Fin de los Tiempos y proponiendo nuevas fechas para el retorno de Jesús H. Cráist quien, huelga decirlo, no hizo ninguna de sus espectaculares apariciones.

Pero los seguidores de Miller, aun después de pasar por todo esto, lejos de asumir con madurez que se habían equivocado rotundamente, que su profeta no sabía absolutamente nada y en vez de recoger con discreción los pedazos de su dignidad para tratar de recomenzar su vida, siguieron creyendo en él.

Incluso, las doctrinas de Miller derivaron en varias escisiones bien conocidas del cristianismo como los Adventistas del Séptimo Día y, de manera indirecta, los siempre molestos “Testículos” de Jehová. Quiero decir que, en vez de extinguirse las ideas milleritas por el propio peso de su absurdo, prosperaron en ramas evangélicas hoy más que asimiladas y perfectamente reconocidas.

Pero antes de que se ría de los entusiastas de Miller o los archive en su banco de datos como el ejemplo perfecto de la necedad y la socarronería, habría que recordar que no eran ni son ellos un caso particular de obstinación y testarudez repelente a la más abrumadora evidencia. De hecho, cualquier religión pone en serios aprietos al sentido común de cualquier ser racional, pero al menos no todas viven haciendo afirmaciones categóricas y temerarias a lo Chicken Little.

Sucede que una de las frases que más le cuesta trabajo a nuestra especie pronunciar es la de “me equivoqué”. Y como ya dijimos en un principio, es todavía más difícil reconocerlo cuando hemos hecho una apuesta arriesgada y bastante elevada en la que nos jugamos prestigio, la reputación y hasta hemos cortado lazos con gente cercana por militar con ciega convicción.

Para quienes han hecho apuestas tan altas no es tan sencillo retornar a la granja, proseguir con su vida y aceptar sencillamente que fueron engañados. Prefieren seguir defendiendo su idea con absurda convicción y de hecho optan por continuar creyéndola, antes que reconocer que fueron simplemente timados. Y son capaces de seguir fieles hasta el resto de sus días, pese a que el mundo les grite con la estridencia del sol de amanecer que están en un error.

A eso se le conoce como Síndrome de la Vida Perdida.

COROLARIO. La fotografía de señor Emilio Lozoya dándose la gran vida, comiendo pato pequinés en lujoso restaurante, pese a ser un delincuente confeso de desfalcos multimillonarios en prejuicio del erario, es la prueba lapidaria, contundente, incontestable de que para el gobierno de la 4T, su bandera, que se supone era el combate a la corrupción, no es sino una gran farsa que no ha arrojado resultados, ni uno solo. La fotografía en cuestión no es un asunto menor, compromete de hecho todo el discurso y la palabrería en la que se sostiene el presente régimen.

Aun así, los fieles del cuatroteísmo (no los que viven a expensas del régimen, sino los fieles verdaderamente convencidos), no verán en la imagen nada que ponga en entredicho las palabras de su profeta macuspano, quien de hecho sigue siendo a sus ojos impoluto, inmaculado e incorruptible y portador de la verdad.

¿Por qué? Pregunte a los seguidores de Miller.

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