Trump no sólo ladra, también muerde

Opinión
/ 1 febrero 2025

No nos dábamos cuenta, pero mis amigos de juventud y yo vivíamos en el paraíso terrenal. El nuestro era un edén mejor que el de allá arriba, porque en el Cielo todo el amor es para Dios, y aquí en la tierra lo repartíamos entre Rosita, Lupita, Teresita y otras lindas muchachas que si bien no tenían alas de ángel poseían otras prendas mayormente asibles y gozables. Adelanto vísperas para decir que mañana es el Día de la Candelaria, fecha que en otro tiempo marcaba el fin de la temporada navideña. Entonces tenían lugar “las levantadas”, cuando el Niño Dios era retirado del nacimiento para guardarlo hasta el diciembre próximo. Ese festejo era propio de la clase popular. Los sectores medio y alto –no se abajaban a llamarse “clases”- lo veían como cosa de pueblo, y no lo celebraban. ¡De lo que se perdían! Las modestas casas de los barrios abrían sus puertas para que entráramos Pedro, Juan y varios, estudiantes bien recibidos por las mamás de las niñas en edad de merecer, pues íbamos a ser doctores, ingenieros o abogados, lo cual hacía de nosotros bocado apetecible. Bailábamos de cachetito con las ninfas, y en seguida éramos invitados a la cena de tamales, champurrado y ponche de guayaba con tripas de estimulante brandy o ron. Eso, más los ulteriores encuentros con las lindas chicas que en la levantada habíamos levantado, no lo cambiábamos por la salvación eterna que nos prometían los predicadores si renunciábamos a pasarla bien en este mundo. No haré de esas memorias un pretexto para infligir con alevosía y ventaja a mis cuatro lectores una prédica moral sobre la vida sencilla y el modo fácil en que puede conseguirse la felicidad. La verdad es que para gozar de ese fugitivo bien, siquiera sea a ratos, el dinero ayuda mucho. A lo que voy es a decir que todos somos dueños de un íntimo ámbito al que no entran el sonido y la furia del mundo, y al que nadie es capaz de limitar con muros ni castigar con aranceles. Ciertamente es imposible escapar de los efectos que sobre cada uno de nosotros tiene la política internacional, del país o del cercano entorno, pero mi yo y lo mío forman un huerto cerrado, un castillo interior en el cual sólo yo señoreo. Eso no significa aislarme del mundo al modo del tontiloco San Simeón el Estilita o de los famélicos, flagelados y fuliginosos anacoretas del desierto. Significa no renunciar a mi independencia personal frente a las obligadas dependencias que la vida impone. En estos días los mexicanos atravesamos días ominosos. Luego de la oscura herencia dejada por López Obrador -que en La Chingada esté-, el maldecido Trump no sólo ladra, sino también muerde. Sus acciones habrán de hacernos daño, pero otros cabrones como él nos han embestido antes, y aquí estamos. Lo enfrentaremos con inteligencia y dignidad. Y también, al modo mexicano, con un poco de humor... El cuentecillo final que ahora sigue no es para ser leído por personas púdicas, sobre todo por la palabra con que acaba, inaceptable todavía tanto en el campo de las buenas costumbres como de la moral. Es necesario, sin embargo, propiciar el uso de vocablos como ése que, reprobados ahora, acabarán seguramente por ser de uso común. Así sucedió con el término “condón”, palabra que hace 10 años era de uso restringido y ahora se emplea con toda naturalidad. Pero basta de justificaciones y vayamos al chascarrillo mencionado... Juanilita le contó a Pepito: “A mi hermanito mayor lo trajo la cigüeña; a mí me encontró mi mami entre las rosas del jardín, y mi hermanita pequeña vino de París”. Le preguntó Pepito, sorprendido: “¿Qué tus papás no cogen?”... FIN.

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