De batutas y directores

Artes
/ 18 diciembre 2020

La orquesta es un instrumento aparatoso y monumental cuyo ejecutante, en vez de pulsar teclas o hacer vibrar cuerdas, comunica su interpretación a seres humanos. 

La dirección orquestal especializada es una disciplina relativamente moderna que surgió de la necesidad de coordinar la interpretación instrumental cuantiosa. Su evolución corrió a la par del crecimiento en el número de músicos y del aumento de la complejidad en las partituras. 

Ya en el Renacimiento, en especial para las obras de ambiciosa polifonía y numerosos cantores, era necesario un guía que sincronizara la marcha conjunta de melodías distintas, sin embargo, faltaba mucho para que la figura del director especializado se definiera. 

Fue hasta el siglo XIX —época del engrosamiento de las orquestas y de la elasticidad en el ritmo— cuando resultó imposible para el líder del ensamble hacerse cargo de la unificación  desde su atril. Hacía falta alguien que, en una posición centro-frontal, concertara a tantas almas para conseguir la unidad interpretativa. Pero la tarea no se reducía a marcar el tempo (ejercicio del cual es capaz prácticamente el cien por ciento de la humanidad), sino que demandaba un músico de severa formación, capaz de concebir una obra multitudinaria, de balancear la intensidad de cada una de las secciones de la orquesta, de tener clara la articulación y ajustar la afinación de cada uno de los pasajes además de facilitar a los músicos el momento exacto de su intervención; todo con el fin de imprimir un sentido y un carácter determinado a la totalidad de la obra. 

No es extraño que el boom de la figura del director de orquesta especializado se gestara en el seno del Romanticismo musical, el cual, entre otras cosas, había flexibilizado la música, la había llenado de contrastes dinámicos, de cambios de tempo, rubati, accelerandi, etc., todos ellos recursos técnicos e interpretativos de fácil control para un buen pianista o un buen violinista, pero no para setenta u ochenta de ellos. Naturalmente, alguien debía hacerse cargo de coordinar a esta multitud.

Tal como sucede con los instrumentistas, el trabajo más arduo para el director orquestal no tiene lugar el día del recital sino en los ensayos. En ellos debe plantear a los músicos su concepción de la obra, trabajar las minucias del fraseo y realizar los ajustes de intención y articulación. Para ello cuenta con un bagaje de movimientos y gesticulaciones, algunos de ellos universalmente establecidos en un standard de señales que cualquier músico de formación clásica es capaz de entender, y otros que son propios e individuales, los cuales determinan su estilo particular. 

Entre los directores hay una colección abigarrada de estilos. Algunos prescinden de la batuta, como Seiji Ozawa, otros las ostentan alargadas, como Christian Thielemann, y otros las portan inverosímiles como el palillo de dientes de  Valeri Guérguiev. Los encontramos sonrientes y bailadores al estilo Bernstein o serenos y elegantes como Karajan. También están los que saben soltar el timón en aguas poco peligrosas y dejan que el navío orquestal con su eminente tripulación navegue por sí solo, como Daniel Barenboim. 

Sí, la responsabilidad sobre la interpretación orquestal recae principalmente en el director, pero debemos tener en cuenta dos dichos, uno de don Armando Fuentes Aguirre: “Hay orquestas tan excelentes que suenan bien con director, sin director y a pesar del director”, y otro muy mordaz de mi maestro Gerardo González: “Si la batuta sonara...” 

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