El gran libro de la guerra (2)
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TEMAS
Libros que son testimonio epidérmico de la guerra, como “Los Desnudos y los muertos” (1948), donde Norman Mailer, entonces recién graduado de Harvard y alistado voluntariamente, vertió su experiencia sobre la guerra del Pacífico; o la enorme influencia en la saga de Tolkien a sus propias visiones como un joven oficial del batallón de fusileros en la Batalla del Somme. Pero también hay los otros: los surgidos de la imaginación y los centrados en sus terribles secuelas.
Nos quedamos en Fogwill y su bizarra alegoría sobre Las Malvinas (abril-junio de 1982). El autor de Muchacha punk trabajaba como publicista y en vísperas de la derrota que haría caer a la dictadura militar se encerró a releer viejas novelas, sin dormir apenas, con las noticias en la tele como ruido de fondo, tecleando obsesivamente. Siempre habló de ella como “un texto experimental”, donde buscó abrir una grieta entre la omnisciente solemnidad del discurso patriotero. El hecho de que Los Pichiciegos fuera compuesta casi completamente desde la imaginación, antes que cualquier testimonio de los que volverían muertos o mutilados, no le resta en absoluto su autenticidad.
Secuelas
Otro es el propósito de las obras concentradas en referir el rastro y los ecos de todo conflicto. Y no solo las huellas físicas, sino psíquicas. Debo al diálogo con mis amables lectores recién conocer un estupendo libro recomendado por ellos: Se trata de “La flor roja” (en otras traducciones “Amapola roja”), del malogrado escritor ucraniano Vsevolod M. Garshin (1855-1888), cuyos relatos se inscriben indiscutiblemente en las alturas que tanto debemos a los rusos: la prosa piscológica.
Proveniente de un entorno privilegiado, Garshin se alistó voluntariamente en la guerra contra Turquía, donde luego de una herida menor, el breve tiempo en acción fue suficiente para grabar las imágenes que nutrirían sus historias, poco antes de su derrumbe psíquico y su posterior suicidio, a los 33 años.vPara el ruso, la guerra es el cúlmen del absurdo y de la locura, y su obra se erige precursora, principalmente en los cuentos “Memorias del soldado Ivanov” y “Cuatro días”, donde narra en primera persona: “Desperté ¿Por qué veo estrellas que brillan tanto en el cielo negro y azul de Bulgaria? ¿No estoy en una tienda de campaña? Me muevo y siento un dolor insoportable. Mis piernas están cubiertas de sangre endurecida. Cuando las toco el dolor es mucho peor. Hay zumbidos en mis oídos, en mi cabeza pesada. Entiendo vagamente que estoy herido. ¿Por qué no me recogieron? ¿Nos han derrotado? Vi la hierba y una hormiga arrastrándose. Al querer levantarme, caí bocarriba, es por eso que puedo ver las estrellas”.
En sus famosos estudios sobre intertextualidad, la semióloga rusa Julia Kristeva propone que en el universo de la creación “ningún texto es autónomo”, es decir, una red de tradición liga todo discurso literario ¿Hasta donde es posible asegurar que un joven soldado alemán, llamado Erich Paul Remark, rebautizado como Erich María Remarque, leería previamente a Garshin, para componer, medio siglo después, al final de la Primera Guerra, un alegato anti belicista en una misma tesitura poética, pero también como el ciego Homero, echando mano del apóstrofe:
“¡Oh, Tierra, con tus pliegues y tus huecos y tus depresiones en las que uno se puede arrojar y acuclillar! ¡Tierra, en las convulsiones del terror, en la irrupción del aniquilamiento, en los alaridos mortales de las explosiones, nos regalaste la contracorriente de una vida nuevamente recuperada! ¡La maniática tormenta de nuestra existencia casi destrozada fluyó a contracorriente desde ti por entre nuestras manos, de tal manera que nosotros los salvados, cavamos en ti y en la muda felicidad angustiante de aquel minuto de sobrevivencia mordimos tu interior con nuestros labios!”.
(Continuará...)
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Twitter: @perezcervantes7