Murmullo y prejuicio
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Murmurar, calumniar, prejuiciar... ninguna de estas acciones es nueva para los seres humanos. Cada una de ellas se manifiesta de manera innata y ha resultado útil para nuestro éxito como especie. Biológica y cognitivamente somos los mismos desde hace unos 200 mil años. El chismorreo y las habladurías nos han acompañado todo este tiempo. Pero el reloj evolutivo marcha miles de veces más lento que el reloj del progreso, y en este desfase se genera una permanente problemática social e individual.
Murmullo y prejuicio no son lo novedoso, sino su trascendencia inmediata y global facilitada por nuestro actual entorno tecnológico. Pareciera, por la naturalidad con la que muchos se apresuran a definir o condenar a un desconocido, que nos hemos corrompido como humanidad. No es así. No somos ni más ni menos propensos a creer en lo que se murmura o a participar como jueces de la vida privada en el siglo XXI que en el paleolítico. Simplemente, hoy podemos observar de manera instantánea el impacto de un procedimiento natural en una plataforma masiva.
No estoy justificando el comportamiento, pues caería en la falacia naturalista: “si es natural, es bueno”. Al contrario, mi propósito es hablar de lo potencialmente dañina que resulta la operación calumniante o prejuiciosa en una aldea global construida por redes informáticas. La pantalla hace ver a las personas demasiado lejanas como para tomarse la molestia de comprobar la veracidad de lo que se dice de ellas o de pensar en su afectación, pero tan cercanas como para creernos con el derecho de juzgarlas o emitir una opinión sobre ellas. Finalmente, nadie preguntará quién mato al comendador: la red global rebasa por mucho al pueblo de Fuenteovejuna.
Vivimos tiempos peligrosos, dijo hace algunos días un buen amigo. Estamos a un click de condenar a cualquier persona a la sospecha, a la ignominia, al rechazo o al exilio. Pero, ¿dónde encuentra asilo el exiliado de la aldea global? ¿Dónde termina el eco del prejuicio en una red universal?
Sin duda, son menos los que aprovechan la inmediatez y la globalización para fines indeseables. No es solo una frase optimista, es un dato estadístico que se mantiene fijo en nuestra humanidad: somos más los que no queremos hacer daño. El inconveniente es que una minoría puede ser letal.
Mientras tanto, tal vez podría servirnos el ser conscientes de que somos nosotros mismos los nodos de la mega-red informática, y de que lo que en ella sucede y se dice no es una ilusión creada por un fantasma ajeno a las personas, sino producto de decisiones individuales.
Nunca antes la sociedad humana había estado híper-conectada y es natural que en ella se produzcan las disonancias del desfase entre el reloj evolutivo y el tecnológico. En la híper-conexión encontramos grandes beneficios pero también grandes calamidades. A cada uno le corresponde reflexionar, antes de dar “click”, si está utilizando la red como herramienta o como arma.