Stefan Zweig y el arte de historiar la pasión
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Stefan Zweig es uno de esos autores a los que regreso con frecuencia porque logra, como pocos, dibujar a través de sus historias las contradicciones y pesadumbres humanas más profundas. Hay algo íntimo y real en sus relatos. No sé si es esa fuerza lírica con la que narra o lo genuino de sus búsquedas. Ganó fama con dos géneros literarios: la novela y la biografía histórica. Perfiló las vidas de María Antonieta, Dostoievski, Balzac, Américo Vespucio, Casanova, María Estuardo. También perfiló la vida del mundo en su fascinante libro “Momentos estelares de la humanidad”. La Primera Guerra Mundial le dejó un dolor irreparable; la segunda guerra lo persiguió y le hirió el alma de una forma irreversible. Cansado del horror, se suicidó en Brasil en 1942. Antes, le envió a su editor su última biografía, la suya: “El mundo de ayer”.
El elemento constante en la obra de Zweig, tanto en lo histórico como en lo ficticio, es la pasión. Las tramas psicológicas, contadas con una agilidad envidiable, exponen la complejidad de nuestra naturaleza. Ya he abordado, en otros espacios, sus novelas “La confusión de los sentimientos” y “La impaciencia del corazón”. Esta semana, durante la lectura de “Fouché”, una de sus biografías históricas más famosas, volví a sorprenderme por la habilidad y la inteligencia de este autor austriaco. Al escribir sobre uno de los personajes más tenebrosos de Francia en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, Zweig hace una crítica mordaz a los políticos de su propia época. “En la vida real, la verdadera, en la esfera de poder de la política, raras veces deciden (...) las figuras superiores, los hombres de ideas puras, sino un género mucho menos valioso, pero más hábil: las figuras que ocupan el segundo plano”, explica. Lamentablemente, si leemos “Fouché” comprenderemos que muchos de nuestros gobernantes actuales pertenecen a esa estirpe.
Las naturalezas oscuras, los espíritus atormentados y los temperamentos intensos atraían la atención de Zweig. En varios libros utilizó la estrategia de los trípticos literarios. Por ejemplo, en “La lucha con el demonio” detalla la vida Hölderlin, Kleist y Nietzsche, tres escritores hermanados por la poesía y la locura. Al estudiarlos así, uno junto al otro, destaca en el contraste la intención de la obra. También me pregunto cuánto vería de sí mismo Zweig en estos personajes. En “La lucha...” escribe: “Dentro de nosotros, el demonio es el fermento atormentador e inquieto, que impulsa al ser, así siempre tranquilo, a todo lo que es peligroso, exceso, éxtasis, renunciación y hasta anulación de sí”. Otras triadas son “La curación del espíritu”, sobre Mesmer, Freud y Mary Baker Eddy; “Tres maestros: Balzac, Dickens y Dostoievski”; “Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstoi”. Según Oliver Matuschek, la autobiografía de Zweig, “El mundo de ayer”, se iba a llamar originalmente “Mis tres vidas”.
Stefan Zweig fue, también, maestro en el arte de escoger epígrafes. En “La lucha contra el demonio” elige uno de Conrad F. Mayer: “Cuanto más dura es la liberación de un hombre, tanto más conmueve nuestro sentir humanitario”. Esta frase dice mucho de la intuición del autor para elegir a sus personajes. Imagino que pasó la mitad de su vida escribiendo y la otra mitad en la lectura. Sus biografías no son esos tomos serios y anchos llenos de datos, notas al pie, fuentes puntuales y referencias bibliográficas, al estilo de los académicos rigurosos. Más bien se trata de estampas literarias profundas que retratan la naturaleza de una persona. Sus reflexiones, propuestas quizás desde la poesía, son grandes lecciones sobre cómo explorar el espíritu humano. Sobre la comprobación y veracidad de la información, en este caso especial, confío plenamente en Zweig. Solo un hombre de gran genio y sensibilidad podría historiar las pasiones humanas y los conflictos espirituales con tan aguda certeza.
“Los hombres de bien deberían meditar sobre la responsabilidad y la vergüenza de una civilización capaz de crear un mundo donde Stefan Zweig no ha podido vivir”.- André Maurois