Aquella ocasión en que mi padre y yo nos enamoramos de la misma mujer

Vida
/ 31 agosto 2024

FUE DEVASTADOR, PERO LUEGO, SORPRENDENTEMENTE, YA NO LO FUE.

Por: Anaïs La Rocca

Habrían sido unas vacaciones normales de primavera de un padre y su hija en París si no fuera por aquella fiesta en un patio a la que asistimos hace 13 años. La primera vez que vi a Audrey allí, pensé que era sexi. Resulta que mi padre también lo pensó. Aquella noche, en algún momento entre el tintineo de los cubiertos y las listas de reproducción de Charles Aznavour, nuestros futuros se reescribieron en silencio.

Audrey, de unos treinta y tantos años, era la personificación de la gracia y el talento artístico, una galardonada diseñadora de producción para la ópera y la definición de la belleza franco-vietnamita. Llevaba el pelo recogido con dos palillos rojos y el resto de su cuerpo estaba enfundado en un vestido de satén color naranja. Era el tipo de vestimenta que solía usar.

Y luego estaba yo, de veintitantos, con pantalones ajustados de imitación de mezclilla, que pensaba que un día de copas en el Louvre era la cima de la cultura. Sin embargo, de alguna manera logramos congeniar mientras comíamos almejas a la mantequilla y tomábamos suficiente chardonnay para ahogar a un pez.

Bajo las estrellas, compartimos su paquete de Benson & Hedges, junto con un auténtico plato de comida, para tener más espacio en la mesa. Ella siempre es la mujer a la que miran todos los presentes, pensé, incluida yo.

Un año después, al salir de un Starbucks en Queens Boulevard, en Nueva York, cuando mi padre me contó que estaba teniendo una aventura con una mujer que conoció en París, lo primero que pensé fue: “Ah, ya sé quién es”.

Audrey había pasado de ser la amiga francesa elegante a ser la otra mujer. Mi segundo pensamiento fue más bien una constatación: mi padre dijo que estaba “enamorado” y, por primera vez en mi vida de sabelotodo, me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que eso significaba.

En el tapiz de mi frágil autoimagen, me consideraba una defensora del amor. Me enorgullecía de mi amplitud de miras. Por aquel entonces, me enfrentaba a las complejidades de mi primera relación lésbica. Vivía con mi novia y, al mismo tiempo, observaba cómo se desplegaba el paisaje del amor, revelando su carrera de obstáculos de triunfos y tribulaciones.

Cuando conocí a Audrey, me pareció un modelo a seguir. Era un poco mayor que yo, talentosa y no se disculpaba por ser ella misma; era incluso temeraria. Una fuerza de la naturaleza con una confianza inquebrantable, mi noción idealizada de la feminidad. En el laberinto de mi propio viaje por la feminidad, la sexualidad y la autonomía, ella era una estrella guía. Hasta que supe que se acostaba con mi padre casado.

Al poco tiempo, en nombre del amor, mi padre puso fin a un matrimonio de 30 años y mi hermano de 14 años se convirtió en el hombre de la casa, mientras mi madre luchaba por cuidar de su madre moribunda, que vivía con ella, y de su collie geriátrico.

Antes de que Audrey pudiera mudarse a Nueva York, la vida nos dio una sorpresa. Mi padre se mudó a mi departamento universitario, el mismo que mi ahora exnovia y yo habíamos dejado y, en un giro inesperado del destino, tuvo que someterse a una delicada operación a corazón abierto.

Puesto que Audrey todavía estaba en el extranjero, me convertí en la mujer que lo ayudó en su siguiente capítulo. Bromeaba diciendo que me había nombrado su apoderada médica porque todos los demás miembros de la familia querían verlo muerto. Todo estaba roto. Nuestro hogar estaba roto. El corazón de mi madre estaba roto.

Culpé a Audrey. Quizás ella no sabía lo mal que estaban las cosas. ¿Cómo iba a saberlo? No estaba allí. Tal vez yo solo necesitaba explicar las cosas. Una buena comunicación puede arreglar todos los males, ¿no?

Saqué mi laptop, me troné los nudillos y le escribí a Audrey el correo electrónico más mordaz que pude idear, un soliloquio dramático de ira y amenazas. Asunto: “Para que lo sepas”.

Y quería que lo supiera. Junto con una mezcla de blasfemias y frases infantiles, escribí: “Aquí, nosotros somos reales, y tú no. ¿Quieres su vida? ¿Quieres lidiar conmigo? No lo creo”. Cerré con: “Cuídate. Déjanos en paz”.

Estaba segura de que sería su fin. Yo cuidaría de mi padre y de su corazón, en todos los sentidos. Perdonaríamos y olvidaríamos. Mi padre y yo no nos crucificábamos mutuamente por nuestros errores más torpes. Él no juzgó a los hombres o mujeres que yo traía a casa, ni a mí cuando tuve que abortar. Era un hombro sobre el que llorar, una coartada para una noche de borrachera, un mejor amigo cuando no tenía ninguno. Me aseguró que el amor es complejo y sigue su propia lógica.

Al parecer, Audrey también lo hizo. Mi correo electrónico no provocó nada. En lugar de irse de nuestra vida, se mudó a ella.

Mi padre y Audrey llenaron su nueva casa del Barrio Chino con antigüedades, plantas tropicales y farolillos de seda. Se llamaban el uno al otro “madame” y “monsieur”, y usaban kimonos de flores a juego. Luego se casaron. Su felicidad era innegable, linda, y nunca había visto a mi padre tan lleno de vida.

Yo también tenía una nueva relación amorosa y esperaba mi primer hijo. Estaba aprendiendo a aceptar el amor en todas sus formas. Pero todavía no podía aceptar a Audrey. Claro, Audrey y yo llegamos a una distensión. Durante 10 años, fuimos como dos cocineras que intentan compartir la cocina sin mirarse a los ojos.

Reconocíamos las complejidades y los puntos fuertes de la otra. Pero no era el nacimiento de una gran amistad. Era demasiado joven para ser mi madrastra y estaba demasiado casada con mi padre para ser mi amiga. Pero las cosas iban bien, hasta que algo fuera de nuestro control amenazó con separarnos de él.

Cuando busqué en Google la jerga médica difícil de pronunciar de los resultados de la biopsia de mi padre, decía que le quedaban cinco años de vida. Tal vez menos. Mi padre nunca ha sido un tipo sano, pero esto era diferente: se estaba muriendo.

La solución propuesta parecía tan brutal como la enfermedad: la amputación de su brazo derecho, hombro, omóplato y un par de costillas. Esta “solución” parecía a la vez medieval y profundamente personal, y ni siquiera estaba garantizado que funcionara. De repente, Audrey y yo estábamos aferrándonos a un hombre sin el que no podíamos imaginar una vida.

El 10 de noviembre, un día inusualmente cálido en Nueva York con cielos rosados, Audrey y yo esperamos 11 horas a que mi padre se despertara sin una cuarta parte de su cuerpo. Después de verlo, lloré. Audrey me abrazó —más bien, me sostuvo— como nunca. Como si ahora tuviéramos algo que solo nosotras dos entenderíamos. Una parte de mí seguía odiándola, pero en aquellas horas era todo lo que tenía.

Mi padre ingresó en el hospital Memorial Sloan Kettering y, prácticamente, nosotras también, y aprendimos a ajustar el oxígeno, a detener los pitidos de la bomba de infusión y a lidiar con el dolor del miembro fantasma. En el tiempo que tardó la decoración del hospital en cambiar de pavos a escarcha navideña, la relación entre Audrey y yo se transformó.

Nuestra rutina empezó a incluir wiskis sour en un bar poco iluminado situado a tres cuadras del hospital, donde nos volvimos conocidas de los meseros, pero también la una de la otra. Estábamos asustadas, tristes y abrumadas. Estábamos solas en esto.

Corrección: habríamos estado solas, pero estábamos juntas.

Recordé el correo electrónico que le envié diciéndole que nos dejara en paz. Me sentí afortunada de que no lo hubiera hecho.

Una medianoche, después de un largo día en el hospital, Audrey y yo estábamos riéndonos de algo bajo luces colgantes en su terraza improvisada. Tras terminar nuestra segunda botella de vino, nos dimos las buenas noches. Me acurruqué en el sofá con mi lobotomía diaria de episodios repetidos de “Las chicas Gilmore”. Audrey se fue a su dormitorio y cerró la puerta.

Un segundo después, sonó mi teléfono. Un mensaje suyo decía: “Te quiero”. Emoji de corazón rojo.

“Sí, yo también te quiero”, respondí. “Muchísimo”.

Días después, nos sentamos en nuestro bar, que olía a fruta confitada y Clorox, o quizá éramos nosotras las que olíamos así. Entre silencios cómodos y sorbos lentos, hicimos planes. ¿Quién iría al hospital mañana por la mañana? ¿Quién iría mañana por la noche? ¿Quién llamaría al asistente social? ¿Quién llamaría al departamento de facturación? Mastiqué mi última cereza.

“¿Llegaron los resultados?”, pregunté.

“No, todavía no”, dijo Audrey. “Deberían llegar en una semana o dos”.

Quise preguntar qué haríamos si daban positivo, si la amputación no resolvía el problema. Pero el miedo a manifestar un destino me detuvo. En lugar de eso, dije: “¿Qué harán ustedes dos después de todo esto?”.

“Después de esto, nos gustaría mudarnos a París. Encontrar un pequeño departamento y vivir allá”.

Tragué saliva. Siempre me había asustado tanto que se lo llevara lejos de mí, pero en ese momento deseé que pudieran irse.

Y tal vez lo harán. En julio, mi padre, junto con Audrey, cruzó el país en mi auto con un solo brazo. Luego se fue a un retiro de yoga en Jamaica.

Es un hombre que sigue vivo.

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